miércoles, 18 de septiembre de 2013

A desalambrar




El pasado lunes 16 han conseguido entrar en Melilla hasta un centenar de emigrantes. (La prensa dice "inmigrantes", pero ése es nuestro punto de vista y, a diferencia de lo que creen los periodistas neutrales, lo primero que hay que hacer para relatar con justicia cualquier conflicto es ponerse en el pellejo del más débil y vulnerable, es decir, adoptar su punto de vista.)
La gran colada se ha producido tras un salto coordinado de la valla fronteriza en el que han participado unos 300 subsaharianos, según la Delegación del Gobierno en la ciudad autónoma. Para conseguirlo, esos campeones de la libre iniciativa y del amor al riesgo tuvieron que superar la doble alambrada de 6 metros de altura y 12 kilómetros de longitud que separa Melilla de territorio marroquí, uno de los catorce muros (o así) que este mundo neoliberal nuestro erige contra los emprendedores de verdad. Enhorabuena a los premiados.
Esas barreras y alambradas no sólo resultan una prueba intolerable e innecesaria para los de fuera, sino que, como espero probar, nos perjudican a nosotros mismos, a los que estamos dentro, a quienes se dice proteger. Después del derecho universal al fracaso, del que hablé en una entrada reciente, la siguiente medida que debería garantizarse inmediatamente es el derecho a la libre circulación de las personas. Si así se hiciera, sancionándolo por escrito en la ley e imbuyéndolo en las escuelas, sucederían cosas muy interesantes. Aprovecho desde aquí para saludar a los amigos e invitar a los profesores de las Facultades de Economía y Ciencias Políticas a que elaboren con sus estudiantes un simulacro, describiendo con detalle todos los posibles efectos de dicha medida. Yo adelanto los que a mí se me han pasado por la sesera.
Quede claro que mi planteamiento se ajusta plenamente a la ortodoxia. Debemos recordar a los amantes de la libertad la aplicación real de su ideología. Hay que completar la libre circulación de capitales con la auténtica y definitiva libertad que debería traer la globalización: que las personas puedan desplazarse sin restricciones por el mundo y que las fronteras sólo sirvan para demarcar el contorno de las ligas de fútbol. (Pero, por favor, ¿hay algo menos moderno que una frontera?)
Eso debería valer para las personas fisicas, pero si algún amante de la libertad me convenciera, por razones que escapan ahora a mi modesta inteligencia, de que el libre movimiento sólo vale para las jurídicas, entonces debería ser gratuito darse de alta como sociedad anónima. En lugar de llamarte Manolo, y por paradójico que pueda resultar, pasarías a llamarte Manolo Sociedad Anónima (Manolo S.A., y así se bautizaría ya a los recién nacidos). En tanto que empresa unipersonal, Manolo S.A. se beneficiaría de todas las ventajas que este sistema nuestro reserva para las corporaciones y a continuación podría instalarse en un apartamento en las islas Caimán u otro paraíso cualquiera.
Con uno u otro marco legal, veríamos entonces los efectos de un proceso de "movilidad exterior" verdaderamente espontáneo, el auténtico "mercado de trabajo" actuando con frenético dinamismo. La población del mundo seguiría el rastro del dinero como un sabueso a una perdiz. Los hombres y mujeres de los países pobres, del Sur, del antiguamente llamado Tercer Mundo, afluirían como corrientes marinas a las bonitas islas del Norte donde recalan en su viaje por el mundo, como el fantasma holandés aquel de la ópera, los capitales errantes que huyen sin tregua de las Haciendas nacionales.
Como primer efecto, los paraísos fiscales se harían invivibles. Serían inmediatamente anegados por oleadas de (e)migrantes a la búsqueda de la calderilla de los millonarios. Por efecto autorregulador del Mercado, los pobres de todo el mundo acudirían a la Prosperidad como moscas a la mierda, reventando el oasis demográfico y social. Allí no querrían quedarse a vivir ni los testaferros. Y entonces, ¿para qué iban a querer sus gobiernos seguir siendo paraísos fiscales? Decretarían de inmediato el fin del secreto bancario sólo por quitarse de encima tanta humanidad.
Los demás privilegiados divisaríamos en lontananza la llegada del tsumani demográfico. Veríamos a media Lationamérica atravesando el desierto, tal que el pueblo elegido, camino del Río Bravo, o a media África surcando en zodiac el estrecho de Gibraltar, como el mismo pueblo elegido después de haber atravesado el desierto. Los vigías anunciarían a todo el interminable ejército de los que huyen de la guerra y el hambre o (¿por qué no?) de los que sencillamente persiguen los deseos inducidos por la publicidad. Ante semejante amenaza los amos de América del Norte y de Europa no tendrían más remedio que efectuar una maniobra natural: enviar emisarios para convencerles de que se queden allí donde han crecido. Pero, sin policía que te obligue, si cada uno puede ir adonde y cuando le dé la real gana, hará falta algo más que propaganda.
El movimiento libre pondría la retórica de la globalización contra las cuerdas. En un mundo verdaderamente liberal y globalizado, en el que estuviese garantizada la libertad de circulación personal sin restricciones, los amos se verían obligados a convivir con el resultado social de su sistema dentro de casa, a tener por vecina a la parte desagradable de la estadística. La demanda (de dinero) se encontraría, imantada por su polo contrario, con la oferta. La pobreza se movería como una veleta siguiendo el viento de la riqueza.
El bonito problema del reparto o la trinchera se presentaría entonces en toda su crudeza. Los capitales tratarían de huir, pero, en esas condiciones, ¿hasta dónde podría llevarse uno su salvación personal sin que le persiguiera la debacle colectiva? Tendrían que ingeniarse otros métodos. ¿Tal vez colaborar en el desarrollo equilibrado de todas las regiones del globo? Pudiera ser...
La corrección de desequilibrios macroeconómicos que provocaría la medida que estoy defendiendo podría llegar a conseguir grandes cosas. El enemigo (que está dentro, y no fuera) podría avenirse a colaborar si llegara a comprender que, de esa manera, no sólo se quitarían estímulos a las invasiones bárbaras y la "movilidad exterior" se reduciría por falta de interés, sino que a ellos mismos, tal vez, les gustaría también vivir en paz y buen rollito en las exóticas, cálidas y hermosas tierras de los bárbaros.
Desalambremos, ya.

lunes, 9 de septiembre de 2013

La Botella medio vacía



Observo irreverencia y despiporre en la Red y en los medios de (in)comunicación porque la alcaldesa de Madrid, Ana Botella, parece haber dado muestras de desconocimiento del inglés durante su intevención en una rueda de prensa tenida en Buenos Aires, con motivo de salir gallardamente en defensa de la candidatura de la ciudad que gobierna para albergar ciertos juegos deportivos.
Pues bien, tercio de mala gana en los cotilleos para protestar: no veo qué gracia tiene que una española no hablé inglés. ¿Tendría que dar risa el que una húngara no hablase lituano, o una vietnamita portugués? Sencillamente, el inglés no es la lengua de la alcaldesa. Hasta dónde yo sé, no existe ninguna ley que exija hablar otra lengua que la materna para legislar en representación de alguien.
Otra cosa distinta sería que, para dedicarse a la política en foros internacionales, se recomendase dominar más de un idioma. Eso parece razonable, pero, para demostrar que no lo es, bastaría con someter a un examen de poliglosia, o simplemente de bilingüismo, a los políticos estadounidenses o británicos.
Así que, convendría dejar de dar por supuesto que un ciudadano español, incluso cargo público, tiene que hablar un inglés del que nadie se descojone. No, por el momento y mientras sigamos siendo ciudadanos de un país independiente, el problema no está en que Ana Botella no sepa hablar la lengua de Johnny Rotten (¡incluso aunque su partido insista en lo contrario!): el problema es que no sabe hablar ni la lengua de ese país suyo, al que pretende representar.
En la mencionada conferencia de prensa un periodista angloparlante osa preguntarle si resulta oportuno que un país sumido en una crisis de deuda pública y con el 27 por ciento de su población activa en paro se gaste los cuartos en organizar los susodichos juegos deportivos. Ana Botella prescinde muy coqueta de los cascos de interpretación y responde en román paladino. La transcripción de su respuesta es, con toda la precisión posible, la que sigue:
- Tenemos el 90% de las infraestructuras hechas, son unas infraestructuras eh de gran calidad, tenemos eh instalaciones deportivas de gran eeeh calidad y eso cremos que puede ser una nueva forma de ser candidato una ciudad con el 80% de las infraestructuras hechas.
¿Alguien puede sacar de ese pastiche sonoro, de ese revoltijo alfanumérico no ya algo conectado remotamente con la pregunta, sino algo conectado, sin más, articulado, referido a una idea precisa? El discurso público que expresa la regidora de la capital de España en su lengua materna está un paso más allá del galimatías y cerca ya del balbuceo. ¿Qué más da si ha entendido o no ha entendido el inglés? No conviene ver la Botella medio llena cuando simplemente está medio vacía.