jueves, 22 de noviembre de 2012

Divertirse hasta morir


Cuando era pequeño, uno de nuestros entretenimientos a principio de cada curso consistía en coleccionar cromos de los futbolistas que jugaban en Primera División. En aquel período que coincidía con el inicio de cada temporada futbolística, completábamos los álbumes hasta el último recuadro e intercambiábamos para ello con gran animación los que teníamos repetidos.
Recuerdo muy bien los bustos de los futbolistas, cada uno con la camiseta de su equipo: uno tras otro, todos salían sonriendo en la foto, como si verdaderamente estuviesen contentos de ganarse la vida dedicándose a jugar a lo que les gustaba.
Esa imagen de campechanía seguía acompañando a ese deporte todavía en 1982, cuando yo acabé mi carrera universitaria. Demasiado incluso para algunos, el logotipo del Mundial que se celebró aquel año en España, Naranjito, era una simpática naranja bonachona y sonriente.
Todo eso se acabó. La imagen del fútbol ha cambiado de una manera drástica, como puede comprobar apelando a su memoria cualquiera que tenga un recorrido vital suficiente: los futbolistas salen ahora en la publicidad, siempre y sin excepción, con cara de pocos amigos. Tatuados como piratas, marcan mandíbula. Hasta el pobre Andrés Iniesta, un chico a quien cuesta imaginar enfadado, tiene que obedecer la orden del director de fotografía para que ponga mirada de desafío.
Otro tanto ha sucedido con la imagen asociada a los campeonatos: animada por la música atronadora y solemne de las películas épicas, suele ser muy poco simpática. En esas presentaciones se hace mutar a los jugadores en robots implacables, musculosos y amenazantes.
Un cambio correspondiente de actitud ha acompañado a los periodistas y locutores deportivos: sin atisbo de mala conciencia, convencidos de su contribución a la grandeza de la actividad que parasitan, muchos descalifican al jugador que ayuda al rival que ha caído (en la NBA parece una regla no escrita: jamás darás la mano al contrario); desde el podercito de una gran audiencia (una cadena nacional de radio, un programa televisivo) se mofan de aquél que, deportivamente, le aplaude al adversario una acción brillante. Su elogios bendicen en cambio a aquel otro defensa central que no tiene el más mínimo gesto caritativo, al que recurre con astucia al juego sucio ("táctico", lo llaman), al que ha transformado el juego deportivo contra rivales en una guerra sin cuartel contra el enemigo. Ensalzan con servilismo las muy viriles virtudes neoliberales: la agresividad, la competitividad, al guerrero que no hace nunca prisioneros.
Mi convicción profunda es que esa evolución pendenciera en la imagen del fútbol y del deporte en general (de simpáticos personajes públicos a matones del tres al cuarto) ha sido decidida y dirigida metódicamente desde los think tanks de la corporocracia, muy conscientes de las virtudes educativas del deporte-espectáculo, y forma parte inseparable del discurso neoliberal. Forma parte del clima de violencia latente, de atrofia de la empatía, de desprecio por la víctima, del adoctrinamiento, en fin, en la guerra de todos contra todos estimulada desde esos foros y de la que el espectáculo deportivo constituye metáfora privilegiada.
"Lo bello es ese grado de lo terrible que aún podemos soportar", escribió el poeta Rainer Maria Rilke. Bueno, alguien ha decidido que había campo por explotar, alguien ha decidido empujar la frontera demasiado lejos.
Un auténtica campaña de promoción de lo terrible lleva años descargando desde los medios de comunicación y propaganda sobre todos nosotros, y en especial sobre niños, adolescentes y jóvenes. Eso incluye la moda de espectáculos, novelas y películas de miedo, de videojuegos violentos y macabros o la afición a los monstruos y a los monsters desde la más temprana infancia. La tolerancia que exhiben los chavales hacia imágenes que a mí me hacen volver la cara o taparme los ojos, la avidez con la que se citan unos a otros ante escenas que supuestamente "hieren su sensibilidad" - me deja estupefacto. Para alguien como yo, que descree rotundamente de la naturaleza personal del gusto, no cabe duda de que la trivialización de la violencia, la estética de la calavera, la iconización de los vampiros, el feísmo de piercing y los tatuajes - todo eso forma parte de esta ofensiva, de ese gusto activamente inducido y orquestado. Yo lo llamo "siniestrismo".
Del éxito de esa campaña -apoyada por los circuitos habituales de la colonización cultural- forma parte también la difusión de Halloween. Sobre las viejas fiestas de los Santos y los Difuntos y sus tradiciones locales (visitas a los cementerios, velas en las puertas, novenas en las iglesias, flores en las tumbas), Halloween se ha impuesto universalmente como un particular Carnaval fuera de temporada y de tipo monotemático: la mercantilización de lo macabro y lo siniestro. Observemos: Halloween ha sustituido la religiosidad por la puerilidad, la memoria por el olvido, las lágrimas por las risas, la conciencia de la muerte por la inconsciencia del peligro, el silencio por el estruendo, la unción por la ebriedad, el recogimiento por el fiestón.
Cuando oímos que cuatro adolescentes han muerto aplastadas en una macrofiesta "festejando" Halloween no solamente estamos oyendo hablar de un desenraizamiento cultural que reemplaza patéticamente una historia propia por otra ajena: estamos oyendo hablar de muertes cuya responsabilidad, más allá del pringado al que señalen los jueces, compete a los mismos a quienes deben pedirse cuentas por los suicidios que han acompañado a algunos desahucios - son crímenes de la corporocracia y de su cultura a la vez cruel e infantil.

lunes, 10 de septiembre de 2012

El sueño de Esperancita


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En el sueño de Esperancita, su país era bilingüe. Pero bilingüe perfecto, perfecto: todo el mundo hablaba inglés y español (el resto de los dialectos regionales había, simplemente, desaparecido, maldita la falta que hacían).
Como siempre había sucedido, la gente hablaba en casa preferentemente español: el idioma en que soñaba Esperancita era el que se usaba "en las interacciones informales entre familia, amigos y vecinos". Pero, ah, de acuerdo con los estudios de los lingüistas y sus encuestas sociológicas, los jóvenes escolarizados preferían el inglés para "las actividades sociales y lúdicas": ver la tele y el cine, leer, escuchar música... Daba gusto lo bien que entendían los jóvenes las canciones de los Beatles, leían Spiderman en versión original y ya no se subtitulaban las películas. Como el vasco y el catalán, la SGAE había finalmente sucumbido (algo que daba a Esperancita una felicidad especial un poco morbosa, poco importaba que de paso hubieran desparecido todos los escritores, cantantes, cineastas o actores que usaban el español).
Por supuesto, en el sueño de Esperancita el inglés era la lengua de rigor en la escuela, insustituible en la relación entre los profesores y los alumnos. Naturalmente, por fin, no había clases de inglés, sino que las clases, todas las clases, se daban en inglés. El castellano había desaparecido de la vida académica, soñaba, y casi casi se le abrían los ojos de felicidad. No obstante, los análisis estadísticos demostraban que el español se seguía utilizando surrepticiamente en los recreos, a pesar de las recriminaciones y sanciones de los profesores. Éstos, exigentes e insatisfechos, se lamentaban también del poco uso del inglés en los hogares, y recomendaban a los padres que hablaran en inglés con sus hijos. Esperancita estaba feliz: los profesores, por fin, lo habían comprendido todo, estaban poniendo de su parte y cooperaban en el bilingüismo perfecto de sus sueños. Ayudaba mucho traer profesores directamente de los países de habla inglesa, aunque en el camino el paro entre los profesionales españoles se hubiese disparado. Para el alma anglófila de Esperancita era una enorme satisfacción contribuir a paliar el paro en los países anglosajones y, de paso, presumir en España de la cantidad de empleo que genera hablar inglés.
Esperancita no sabía, sin embargo, que su sueño era la realidad de otros: sí, amigos, esta bonita situación que ella soñaba puede encontrarse desarrollada con pelos y señales en un sesudo artículo científico titulado "El inglés y el español en Gibraltar: usos y actitudes entre la población joven" (http://www.um.es/tonosdigital/znum19/secciones/estudios-23-Gibraltar.htm), y cada vez que pongo algo entre comillas es cita literal de ese artículo.
Esperancita no sabe (¿o sí?) que el futuro que sueña es el presente de Gibraltar, el único lugar de la tierra habitado por perfectos bilingües en castellano (de Cádiz) y en inglés. Ni siquiera Puerto Rico se ajusta al sueño de Esperancita tan bien. 
Ese lugar mediterráneo donde juran y perjuran que jamás serán españoles, también es el único lugar de la tierra habitado por ciudadanos británicos donde el inglés no tiene uso mayoritario: en la colonia de Gibraltar, los niños hablan con sus padres, con sus hermanos y juegan con sus amigos en español, pero cuando tienen que hacer cuentas, lo hacen en la lengua de Milton Friedman, que es el idioma en el que han estudiado aritmética, como dios manda. Esa realidad entra por los oídos, no por la vista: en la colonia de Gibraltar todos los carteles y rótulos de los establecimientos públicos o comerciales están en la lengua de Reagan, Thatcher y Bush - pero para que ésa sea también nuestra realidad sólo falta que se rotulen en inglés el Palacio de la Moncloa y el Palacio de la Zarzuela. Las tiendas ya lo han hecho espontáneamente.
Ni siquiera Esperancita parece haberse dado cuenta (¿o sí?) de su enorme perspicacia política: ya que no hay manera de que Gibraltar sea español, ¡viva España gibraltareña!
Si ella se diera cuenta de eso, de que lo que pretende simplemente es que España sea como la colonia de Gibraltar, iniciaría quizá una hermosa cruzada, señalando al Peñón no como una espina clavada en el alma patria, sino como su modelo de futuro más digno y anhelable (todo esto por no mencionar a la innovadora economía financiera de la Roca). A la larga, quizá, vaciado por fin de sentido el pleito entre las dos caras de la Verja, y bilingües perfectos ya a un lado y a otro, la unidad caería como fruto maduro, poco importaría si Gibraltar se hacía español o España entera se siente gibraltareña. Por algo así de hermoso se puede renunciar hasta a la rojigualda.
Aunque no hay por qué suponer que Esperancita no tenga un poquito de patriotismo en el corazón y quizá le dolería sentimentalmente saber que, de acuerdo con los resultados de este estudio, no muy bien redactado, la verdad, "el inglés es valorado como el idioma más importante frente al español, el cual se califica como idioma cuyo futuro en Gibraltar es bastante pesimista." Quizá Esperancita recordase que no se llama Little Hope y derramara alguna lagrimilla. Pero, fuerte como es ella, enseguida se repondría y se iría tan tranquila a hacerse la manicura: a fin de cuentas, a quien el pasado le importa un comino y el presente le parece de saldo, ¿qué le importa el futuro de su futuro?

sábado, 21 de julio de 2012

La mani



Este jueves pasado hemos vivido una situación insólita, extraordinaria, propia solamente de un verdadero estado de guerra: todos se han unido contra el bando agresor. Todos, desde los anarquistas a los jueces, los bomberos o los actores, los médicos y los enfermeros, los profesores, los administrativos, los policías y hasta los militares, de todos los gremios, los géneros, edades y opciones sexuales; sindicatos que nunca coincidían; ondeaban todas las banderas políticas, la republicana y la monárquica juntas. Cuando digo todos, digo todos.
Una representación nutrida de sectores fundamentales de la sociedad se ha reunido para lanzar un mensaje común: a diferencia del gobierno (que trabaja para una casta), nosotros luchamos contra la “crisis”. Aquí estamos para demostrarlo. No nos cruzaremos de brazos. Estamos dispuestos a dar la batalla. Y somos muchos, somos incluso más de los que hubiéramos imaginado. La razón: hemos entendido de una maldita vez qué es la “crisis”. La Crisis, con mayúscula. Ese tema.
Llevo años combatiendo, modestamente, contra el lenguaje oficial y sus mistificaciones. He comprobado su naturaleza coriácea: hace no tanto escribía con desesperación, resignado a aceptar que la indestructible pantalla del discurso propagado por todos los voceros del poder parecía suficiente para abotargar las mentes e impedir la reacción adecuada – pero eso está cambiando.
La manifestación de este jueves 19 de julio (malditas coincidencias) es la prueba palpable de una sensación creciente: la gente ya no se lo cree. La ciudadanía ya no se lo traga. Ya no nos lo creemos. En cierto modo, hemos asistido al fracaso del discurso oficial, a su entierro multitudinario. El significado real de la ideología de la Crisis, aprovechada para justificar el desmantelamiento sin debate y por decreto del llamado Estado de Bienestar, ha quedado por fin desvelado a los ojos de todos como por ensalmo.
Ahora redoblarán sus amenazas de apocalipsis y, después, a partir de aquí, comenzará la represión pura y dura. Pero los ministros saben que tendrán una actitud social enfrente. Entramos en otra fase, ¿qué ha obrado el milagro?
La diputada Andrea Fabra tradujo espontáneamente los sentimientos del gobierno y de esa casta para la que trabaja el gobierno con respecto a la llamada “crisis”: “¡Qué se jodan!” ¿Puede haber algo más claro y sencillo de interpretar? Ese alivio espontáneo de una diputada evidente haciendo su trabajo, disfrutando sádicamente al hacer su trabajo – que consiste básicamente en desposeer a los que no tienen nada, a gente que efectivamente se está jodiendo, para dárselo a los que les sobra todo-, ese pedo verbal ha sido capaz de sacar de su sueño hasta al más alelado. “Una expresión de júbilo así, un grito orgásmico tan sentío, tan irreprimible, ¡debe oírse también sinceramente en tantas mansiones lujosas, al amparo de sus cuatro paredes con cuadros caros y sin cámaras ni micros indiscretos¡”, ha pensado hasta el más distraído. Esa exclamación ha hecho más por la desilusión y el descreimiento del pueblo que años de proclamas antisistema.
Un cartel con esa leyenda se desplegó al sol durante unos instantes desde la azotea del nuevo Ayuntamiento, la Casa de Correos – justo el tiempo que tardaron en ser reducidos sus muñidores. La gente que ocupaba Cibeles aplaudía fervorosa a la exhibición, coreaba el exabrupto transformado mágicamente en consigna, en la consigna, y animaba a su bando en la lucha que se libraba a brazo partido en la azotea.
Lástima los petardos de los bomberos. Aparte de que me aturden, soy un clásico y para mi gusto no combina bien el ambiente fallero con las ocasiones serias. Después de hora y pico tuve que irme a comer un bocadillo y creo que mientras tanto se leyeron manifiestos y esas cosas. Me los perdí. Bueno, gracias a la diputada Fabra ya no hacen falta.

viernes, 1 de junio de 2012

Un capítulo de Tácito




Llevo casi dos meses sin decir esta boca es mía. Y no es que no lo haya intentado: he escrito esbozos, arranques, ideas, frases. Tengo archivados varios proyectos de artículo, con un bonito título cada uno, en la carpeta BLOG, subcarpeta 2012. Pero llegado un momento, después de darle muchas vueltas a lo que quería decir (la imaginación neoliberal, la mitología neoliberal, el absurdo neoliberal), siempre pensaba que no merecía la pena. He escrito y he guardado, incapaz de publicar una sola entrada. Al final, siempre pensaba "¿Qué más da?, ¿qué necesidad hay de decir nada?"
Sí: qué decir que no esté dicho. Qué decir que no se diga solo. ¿Tiene sentido sacarle punta a algo?, ¿es que hay alguien que lo necesite? La realidad es tautológica, pleonástica, chulesca. Como nunca. La realidad está delante de los ojos de todos con una desvergüenza de exhibicionista, tan desnuda y clara, tan evidente que sólo un ciego -y que me perdonen los inevidentes- puede necesitar que alguien se la cuente.
Después de años de analizar el discurso del poder, tratando de comprender cómo nos la cuelan, detectando sus giros, sus expresiones, sus trucos y estrategias - me he dado cuenta de que lo importante no es cómo lo hacen ellos, sino cómo nos lo tragamos. Cómo es posible que se lo trague la gente, o sea, nosotros, no nos engañemos.
Y he llegado a la conclusión de que, a fin de cuentas, no hace falta que hagan mucho. Dejémonos de estupideces: hay cosas más importantes que la razón. Cosas más poderosas y más determinantes.
¿Qué es lo que permitió que los judíos europeos fueran deportados a los campos de exterminio sin el menor acto de rebeldía, como corderos al matadero? Tendrá que explicarlo la psicología social, convertida así en la ciencia de la sumisión. Mi impresión es que si algo ofende en este momento a los poderosos es no haber sido antes conscientes de esa docilidad "sistémica" y haberse atrevido a hacer antes lo que están haciendo ahora de viernes en viernes; les enfurece haber esperado tanto tiempo entre concesiones, seguros cada día más de que pueden hacer lo que quieran, cuando quieran, sin respuesta.

Durante la última temporada trabajo en una traducción de Cornelio Tácito, el historiador romano. El interés de este hombre que escribía a finales del siglo I a. C. consiste esencialmente en su descarnada mirada sobre un poder incomparable: la Roma imperial que le tocó vivir. Lo que escribe suena como cuando pillan a un político con el micro abierto sin que lo sepa, pero Tácito escandaliza con una finura insuperable y a plena conciencia.
El pasaje que transcribo debajo, copiado y pegado del borrador de mi traducción, pertenece al libro que dedicó a la memoria de su difunto suegro, Julio Agrícola, el general que conquistó para el imperio la isla de Gran Bretaña. Es el capítulo veintiuno de su halagadora biografía. El gobernador Agrícola hacía la guerra a los rebeldes britanos durante el verano. Los diezmaba y los aterrorizaba sin piedad innecesaria. Pero, al llegar los fríos, cuando acababa la temporada bélica, no acababa por eso la misión de este conquistador. Dice su yerno Tácito:

            El invierno siguiente se invirtió en una política de lo más saludable. Para que una población diseminada y primitiva, y por eso más propensa a la guerra, se habituase al sosiego y al ocio con ayuda de los placeres, Agrícola animaba a los particulares y proporcionaba ayudas a las comunidades para la construcción de templos, de mercados o de viviendas elogiando a los emprendedores y censurando a los remisos. De ese modo, la competencia por el premio se convirtió de hecho en una exigencia.
            Además, instruía a los hijos de los prohombres en estudios liberales y ponderaba los talentos britanos por encima de la ciencia de los galos, logrando así que quienes hasta hacía poco rechazaban la lengua de Roma suspiraran por dominarla. También adquirió prestigio nuestra forma de vestir y la toga se puso de moda, y poco a poco los britanos cedieron a la seducción de vicios, tiendas, termas y fiestas elegantes. Y entre aquellos incautos se llamaba "civilización" a lo que sólo era parte de su esclavitud.

¿Qué se puede añadir? Supongo que este texto sobre el invierno 78-79 en la isla de Gran Bretraña constituye la más antigua (o una de las más antiguas) documentaciones del soft-power. Y una de sus más sarcásticas formulaciones también. Resulta muy irónico leer a un latino mofarse de los bárbaros y rústicos indígenas británicos. Hoy día, en que los latinos se afanan con entusiasmo en aprender inglés, puede uno admirarse de cuán mudable es la historia y de cuánto nos venga sin que lleguemos a saberlo; de cómo puede cambiar tan drásticamente el papel de los protagonistas y, sin embargo, de qué parecidas son las cosas que nos hacemos unos a otros.
Esa "política sanísima", cuya descripción ofrece Tácito con toda la sorna del mundo, explota el entusiasmo masoquista que produce colaborar en el propio encadenamiento.
La idea de poner a los esclavos a construir casinos, iglesias y centros comerciales como instrumento de su dominación, así como la de que aprendan ciertos idiomas para no entender nada, se las dedico a Esperanza Aguirre, que debe sentir la misma sorna por nosotros, sus súbditos.

jueves, 1 de marzo de 2012

Las bodas de Economía y Mercado

Una nueva mitología se está fraguando delante mismo de nuestras narices. Tiene todos los rasgos de una nueva religión y, en muchos casos, esa fe substituye ya con ventaja a las viejas y gastadas creencias.

Al frente de esta religión está la Gran Diosa Economía, heredera de las grandes hipóstasis de la Antigüedad, gracias a las cuales conceptos enigmáticos y convenientes, como Fortuna, Victoria, Paz o Libertad, se personalizaban primero y se sacralizaban a renglón seguido. Economía es la diosa a la que todo se sacrifica. Antigua divinidad doméstica, enemiga mortal de su hermana Ecología y mundialmente célebre por sus crisis periódicas de histeria, ella nos promete felicidad tan pronto como esté satisfecha - pero nunca parece estar satisfecha y siempre exige más sacrificios.

Recientemente (en términos universales, digo) hemos asistido a su matrimonio inquebrantable con el dios Mercado, en la raíz de cuyo nombre (Merc-) podemos todavía percibir los acentos de tantos otros dioses y advocaciones vinculadas al comercio y a los ladrones: Mercurio o la Merced, pongo por caso. Como esposo de Economía tiene un gran trabajo que hacer: regular sus ciclos periódicos de malhumor contra los mortales. El dios Mercado es, como lado masculino de la coyunda, lo Sagrado, lo Incuestionable: poner en duda sus poderes testiculares así como su vínculo natural con Economía es un gran tabú, y a quienquiera que se le ocurra tendrá que sufrir graves acusaciones y persecuciones sin cuento - y sin embargo (perdóneseme la herejía), el vínculo que les une tiene todo el aire de una fe supersticiosa: nada prueba que el dios Mercado sepa regular el carácter hostil que la diosa muestra hacia los mortales.

Como le sucede al viejo dios uno y trino de la religión católica, o a la Hidra de múltiples cabezas, el dios Mercado también conoce a las Personas del Verbo. En su forma plural (los Mercados), exhibe su naturaleza irracional, infantil, caprichosa y agresiva, pues éstos siempre han de ser “calmados”, “tranquilizados”, etc. Para propiciarlos, hay que seducirlos y así también congraciarse con la diosa: eso se consigue, al parecer, mediante una buena "imagen" (por ejemplo, "la imagen de España").

Entre los hijos, primos y demás familia de esta sagrada coyunda hay una constelación de pequeñas y no menos poderosas divinidades menores. En primer lugar hay que hablar del dios Empleo. Escaso y esquivo, constituye la Gran Coartada, la Gran Invocación - el amuleto en cuyo nombre (en la forma, por ejemplo, la “Creación, Generación de Empleo”) se permiten todas las violaciones, todas las agresiones y tropelías.

Estas violaciones de los mortales son perpetradas por las 9 Reformas. Como las Harpías o las Furias de la mitología grecolatina, las Reformas pretenden no dejar títere con cabeza: sientan bien a Economía, pero dañan a la gente sin compasión. Instrumento efectivo de los sacrificios exigidos por la Diosa, sus nombres se repiten incesantemente como mantras a través de todos los Medios de Comunicación. Pegando la oreja a la radio o al televisor, podemos escuchar en boca de los imames llamados “periodistas” tres Dades, tres Encias y tres Ciones: las Dades son Competitividad, Flexibilidad y Productividad; las Encias son Excelencia, Eficiencia y Transparencia; y las Ciones, Desregulación, Privatización y Liberalización

(P.D. Es posible que haya más Reformas que estas 9, y el lector con buen oído es animado a pegar hebra y seguir anotando, pero la misteriosa simetría nominal exigida por las Mitologías de prestigio aconsejaban este bonito número, igual que el de la Musas, y su reparto por tríos).

La nueva Mitología ha generado, naturalmente, sus coros eclesiásticos, sus instituciones y sus principados, poderes y potestades. En primer lugar en este capítulo habría que mencionar a las Siglas: sacerdotes e intérpretes infalibles de la voluntad de la diosa y de sus machos superiores, los Mercados. Ellas saben lo que Economía o los Mercados “desean”, “exigen”, “esperan”, “demandan”, etc. Entre las Siglas más recurrentes e influyentes podemos citar a FMI, OCDE, BM, OMC, UE, BCE (aunque, ciertamente, a veces estos hipocorísticos mutan en advocaciones de tipo local como “Bruselas”, “Berlín” o “Washington”).

Junto a las Siglas debemos mencionar a las Agencias, divinidades propias del folklore norteamericano, que constituyen una forma especial de Encias. Vigilantes activos (de ahí su nombre) de la aplicación de las Reformas, su poder es inmenso, porque son los emisarios (ángeles justicieros) de los irracionales Mercados y traducen en cifras los deseos insaciables de Economía.

N. B. El dios Dinero ha desaparecido de la nueva Mitología: no se habla de él. Se habla de financiación, inversiones, capitalización, recursos económicos y otras mil expresiones, pero mentar al "Dinero" es de mal gusto...

N.B. 2 Nótese que en este marco de creencias, la gente no tiene mayor importancia. Cuando se la menciona se hace bajo advocaciones que ponen de relieve su condición de practicantes y creyentes de la fe económica: no diga ciudadano o trabajador, no diga siquiera gente o pueblo - diga consumidor, contribuyente, empleado/desempleado, etc.

De las gentes sólo se espera que no ofrezcan resistencia a los sacrificios efectuados en el altar de la diosa Economía: si el sermón desde el púlpito no basta, la policía termina la faena.

domingo, 15 de enero de 2012

Referéndum de unidad



La propuesta de un referéndum de independencia en Escocia anunciada por el primer ministro británico, el conservador (que ya es decir) David Cameron, se parece mucho a lo que hace tiempo vengo sugiriendo en este país a propósito de Vasconia/País Vasco/Euskalherría (vamos a utilizar todos esos nombres provisionalmente aunque cada uno de ellos significa cosas distintas).

Hace tiempo que vengo sugiriendo que la situación es aburrible, que el desgaste provocado por esa fricción permanente (alias conflicto) es, en el mejor de los casos, un encubrimiento falaz de los verdaderos problemas de la sociedad, tanto “española” como “vasca”.

No creo en derechos históricos ni en hechos diferenciales. Soy renanista. Creo en un principio insoslayable: cada uno es lo que quiere ser. Y punto. Eso explica que haya vascos que se llaman Peñalba o Pérez y son ultravascos, y otros que se apellidan Basagoiti o Juaristi y son ultraespañoles. En último extremo hay una evidencia: no se puede convivir, no tiene sentido convivir con quien no quiere convivir contigo. No se puede ser compatriota de quien quiere ser tu extranjero. Y no hay mucho más que añadir.

Dicho esto, resulta evidente que muchos en la Comunidad Autónoma Vasca (la CAV) y la Foral de Navarra, se apelliden como se apelliden, sueñan con un Estado independiente. ¿Cuántos? Eso no es fácil de establecer. En realidad sólo podría establecerse meridianamente frente a un referéndum cuya pregunta fuera: ¿Está usted a favor de la independencia de Vasconia/País Vasco/Euskalherría? Así que ya ve usted lo difícil que es.

Por lo visto hasta la fecha, la cosa podría contabilizarse así: si nos atenemos a los resultados electorales, sucede que hay unos 200.000 ciudadanos vascos (votantes irreductibles de Batasuna/PCTV/Amaiur) que parecen no tener ninguna duda. A estos hay que sumar aquellos del PNV que estén también a favor. Pero, ¿cuántos son? Dejemos por un momento al margen a Navarra, donde el PNV ni pincha ni corta. Si decidimos incluir a los votantes del PNV en el sí y no falseamos las cosas con prohibiciones, entonces tenemos a una sociedad, en la CAV, con una ligera mayoría nacionalista. Pongamos un 55%, o un 51%, o un 60%. No dejaría de ser una mayoría.

Bien, pero, ¿eso signfica que todos los votantes nacionalistas están a favor de la independencia? Los resultados que arrojan las encuestas sociológicas al respecto se empecinan en un dato: a la pregunta directa del encuestador, en torno a un tercio de los encuestados responde tajantemente con el sí. La cosa está bastante estancada ahí.

¿Por qué sucede que más de un 50% son votantes nacionalistas pero sólo un 33% está a favor de la independencia? Respuesta: porque sí. Otra respuesta: porque casi un 20% de los vascos juegan con el “a que me voy”, es decir, con la espada de Damocles de la secesión. ¿Por qué pueden jugar con ella? Respuesta: porque nunca han tenido que afrontar seriamente la cuestión.

Y ahí está la cosa: mientras no se obligue a afrontar seriamente la cuestión a los ciudadanos, tendremos un 20% de emboscados que, en realidad, no están muy interesados en la independencia, pero que hacen como si la quisieran porque en ese tira y afloja han aprendido a sacar su parte de la tajada. Unos son los del “soy de aquí y también soy de allí”, otros son los del “ora soy de aquí, ora soy de allí” y otros son los del “ni soy de aquí, ni soy de allí”, que probablemente son los más sensatos.

En cualquier caso, esa tensión nunca podrá resolverse mientras, ciegamente, se haga valer el absurdo constitucional que consagra la España una e indivisible. En una democracia verdadera todo, absolutamente todo, es discutible y negociable, incluido quiénes forman parte de ella. Es, en definitiva, el propio dogma españolista el que permite mantener la tensión social, proporcionando al mismo tiempo a quienes se les niega el referéndum la coartada victimista que alimenta su frustración.

Si yo tuviese alguna responsabilidad de poder (cosa que, como ya sabéis, no sucede) lo que haría sería, con ocasión de las próximas elecciones autonómicas vascas, prometer, mejor, jurar, que si la sociedad vasca vota a una mayoría nacionalista, yo me sentaría a negociar, al día siguiente, con la autoridad local resultante para acordar una secesión civilizada y pactada. Eso supondría, de entrada, que ese 20% acomodaticio dejaría de jugar con la pelotita y tendría que mojarse: si usted vota nacionalista, mañana mismo puede usted encontrarse viviendo en “otro” país.

Pero hemos aceptado que, con eso y con todo, esa mayoría se diese: entonces habría que sentarse a negociar. Y toda negociación implica que las dos partes están dispuestas a ceder de alguna manera. Los representantes de “España” estarían ya de entrada dispuestos a ceder, puesto que están aceptando el hecho de que una parte de su territorio va, efectivamente, a separarse. Ahora bien, ¿qué estarían dispuestos a ceder los nacionalistas?

De entrada, también, tendrían que aceptar que el mapa de una Euskalherría entre el Adour y el Ebro no era más que el mapa del tiempo de ETB. Una secesión pactada no resultaría en la independencia íntegra ni siquiera de la CAV, cuya legitimidad procede exclusivamente de las leyes españolas. Mucho menos imaginable aún sería la inclusión de toda Navarra en esa escisión. Contra viento y marea, en Navarra nunca sale más de un 15% de nacionalismo - radical, eso sí. Pero junto a él (como sucede en otras comunidades multiidentitarias) hay un alto porcentaje ferozmente españolista que no aceptaría por nada de este mundo incorporarse al nuevo país. Quienes creen en los porcentajes, no tendrían más remedio que aceptar que la secesión no podría afectar a aquellos territorios donde se produjese una clara mayoría de voto “españolista”. Eso al menos sería lo que defenderían, con ahínco, los negociadores “españoles”.

Los negociadores nacionalistas vascos tendrían que aceptar que, a la salida de las negociaciones, en un porcentaje o en otro, “Euskalherría” no se convertiría en un país unido e independiente, sino que sus territorios estarían repartidos no ya entre dos Estados como hasta ahora (España y Francia), sino entre tres: España (que se quedaría con algo así como un 80% de Navarra, probablemente la provincia de Álava entera y largos trechos de la margen izquierda del Nervión así como el corredor S. Sebastían-Irún), Francia (a quien todo esto se la sopla y se quedaría con toda naturalidad con Lapurdi y Zuberoa) y “Euskalherría”, reducida a un complicado rompecabezas de bantustanes.

A la mañana siguiente de firmar la secesión, los ciudadanos de Euskalherría se encontrarían en un país fuera de la Unión Europea (que a lo mejor, tal como están las cosas, mola) fuera del euro (que, a lo mejor, también) y a la cola de las instituciones europeas y mundiales esperando a ser aceptada en unas condiciones difíciles: dos Estados del tamaño, el peso político y la influencia de España y Francia, ¡sobre cuyos territorios tendría reclamaciones territoriales el miniEstado pirenaico!, tendrían que dar el visto bueno a sus aspiraciones. En el caso de Francia, no sólo es uno de los capitostes de la UE, sino que está sentada en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. Chungo.

Los nuevos ciudadanos vascos tendrían que pedir visados para viajar a San Juan de Luz y, probablemente, para ir de compras a Bilbao o San Sebastián.

Esa es la realidad, la mejor realidad posible. En el peor de los casos (pero no inimaginable) es posible que las tropas españolas salieran de Hernani por la tarde y entraran las francesas por la mañana.

Si la situación se mantiene como se mantiene (ya sin pistolas, con presos, manifestaciones, odios y demás) es porque la Constitución española, irracionalmente, se niega a enfrentar a los ciudadanos vascos con esta realidad. Sólo un demente puede pretender sostener la situación de este modo sine die: el 20% de nacionalistas vascos de opereta seguirán vacilando a los demás y el tercio de idealistas radicales continuarán educando a sus hijos en la repugnancia por el Estado en el que nacen y la fantasía moruna de un Estado que nunca existirá. Debe ser muy triste vivir así.

La actitud de Cameron (¡en este asunto!) es perfectamente realista, y debería imitarse: por el bien de todos, propóngase, ya, un referéndum con ciertas condiciones.

Aunque sólo fuese vinculante en “Euskalherría peninsular” (la CAV y el Reino de Navarra), desde mi punto de vista debería celebrarse en todo el Estado, de modo y manera que se compruebe fehacientemente que el “sí” a la secesión es mayoritario en el resto de España (de lo que no me cabe ninguna duda, porque, sin animosidad, la peña está hasta el colodrillo de la cuestión vasca y, hasta donde yo sé, la mayoría estaríamos porque se marchen), mientras que es minoritario en la CAV y Navarra, de lo que no me cabe tampoco la menor duda.

Eso demostrará de una vez por todas, a los ojos del Señor y de la “comunidad internacional”, que el problema vasco no es un problema de los vascos (sean estos quienes sean) con España (sea esto lo que sea), sino de los vascos entre sí.

Arreglar ese asuntillo es peliagudo, porque la quimera de la unicidad identitaria no se da en casi ningún sitio: por ejemplo, a mí también me gustaría autodeterminarme, pero no está claro cuántos hay que ser para ser un “pueblo”. Lo que sí está claro es que yo soy un “hecho diferencial” incuestionable (nadie me confunde con otro), que mi lengua es única y personal (nadie confunde mi voz con la de otro) y que mi territorio está claramente delimitado dentro de lo que Ikea reconoce como “la República independiente de mi casa”. Todo esto sin entrar en creencias y convicciones personales, que eso ya es la de dios. Pero me toca aguantarme con la ocupación extranjera...

No nos engañemos: endulzado por el romanticismo de las selecciones de fútbol, detrás del problema de Escocia está el petróleo del Mar del Norte, detrás del problema vasco están las rentas per cápita comparadas, igual que detrás de la secesión de La Moraleja de Alcobendas hay, ciertamente, un hecho diferencial: la pasta.

En todo caso, y en conclusión: por favor, hagan ustedes referendos, referenda, referéndumes e incluso referendums - pero hagan algo de una maldita vez que enfrente a la gente con la puñetera realidad y dejen de ocupar las páginas de los periódicos con sus cositas en lugar de permitir que hablemos de lo importante. Que te llames como te llames, hables en lo que hables, tengas el pasaporte que tengas, la soberanía nacional no existe ya hace mucho y los “mercados” nos tienen a todos jodidos si no actuamos contra ellos unidos. Sí, unidos.

¡Víctimas del fraude fiscal de todo el mundo, uníos!

miércoles, 4 de enero de 2012

Caminito

No se venden coches, pero los de lujo han aumentado un 83% el año pasado. Ese mismo año, el más terrible desde que vivimos al borde del abismo, los diez españoles más ricos han aumentado su patrimonio hasta acumular algo así como 35.000 millones de euros – capaces de resolver por sí solos el problema de déficit público que acumulamos los restantes cuarenta y cuatro millones.

El retorno a la jungla preilustrada continúa su avance siguiendo unas pautas ya muy claras que sorprenden por su implacable mecánica. De puro perfectas, cuesta creer que hayan sido planificadas, pero una vez en este punto, hay que reconocer que el neoliberalismo recicla todo y todo lo aprovecha, tanto las supersticiones ideológicas y discursivas como más la cruda realidad, prevista o no, para sus fines.

El implacable mecanismo que destruye el espacio público y las estructuras construidas en torno al llamado Estado de Bienestar, transformándolo en pasta privada, es el siguiente:

1 Con la excusa de la globalización “imperfecta”, que permite la libre circulación del dinero pero no de las personas, e implica el sometimiento de los trabajadores del mundo a una competencia que los iguala hacia abajo, se evita reclamar ni un duro a las grandes fortunas, alias “creadores de empleo”.

2 A cambio, se les da todo lo que se ha recaudado por vía impositiva a esos pobres trabajadores de clase media y baja en forma de exenciones, subvenciones a “emprendedores”, “vacaciones fiscales” o, sencillamente, dádivas con protocolo (como se puede comprobar estos días en torno al caso Urgangarín).

3 Cuando, por este procedimiento, ya no queda en las arcas públicas ni con que sonarse los mocos, se alega que las empresas y servicios públicos son deficitarios, o ruinosos, o cualquier otra fórmula que permita demostrar que no funcionan – y a renglón seguido se “recortan” o directamente se eliminan. Con la llamada “crisis”, la cosa se ha puesto a huevo.

Hablemos en Generalitat: los tipos que manejan la de Valencia, después de llenarles de pasta la cartera a los amigotes hasta hacerse “rescatar” por el gobierno de España, dicen que para arreglarlo hay que liquidar no sé cuántas empresas públicas. Los de la catalana, por su parte, se han propuesto enriquecerse con el negocio de la sanidad y no ha encontrado mejor manera que machacar, con gran seriedad y para evitar ser “rescatados” (por allí la independencia es buena excusa), la Seguridad Social.

Todo esto sucede delante de las narices de periodistas, comentaristas, expertos y público en general sin que dé la impresión de que a ninguno, atrapados en el detallito concreto de cada día (como si Pulgarcito se quedase mirando cada miguita sin sospechar siquiera que pudieran formar un caminito), el cuadro general le parezca especialmente intolerable, espeluznante o escandaloso. Nadie parece caer en la cuenta de que una economía que proporciona 35.000 millones a diez personas, pero dice que no puede garantizar salud, estudios y jubilación a la población, es una farsa.

Bueno, por este trágico camino sólo nos queda el consuelo de que cuando nos hayan quitado todo, ya no tendrán nada más que quitarnos... Una vez haya desaparecido el espacio público en su conjunto, transformado en el embudo por el que acaban en el bolsillo de cuatro o de cuarenta y cuatro las perras del conjunto, ¿de qué vivirán las grandes fortunas, de dónde seguirán alimentándose?

Claramente, tendrán que inventarse otro sistema. Supongo que ya lo estarán estudiando, pero si no se les ocurre nada, ya improvisarán. Total, con el público tan tonto que tienen...