martes, 9 de agosto de 2011

Mamelucos financieros


A Manolo S.


Amenazas de los mercados. Ataques de las agencias de calificación. Ofensiva de los especuladores financieros: el lenguaje de los titulares periodísticos no es totalmente metafórico. Es verdad que no se ven pasar cadáveres, ni hay desfiles de lisiados por la calle de Alcalá – pero hay en marcha una guerra en toda regla.

Es una guerra con el aire de una invasión: los puestos de trabajo desaparecen, la precariedad laboral cunde como una mancha de aceite; los desahucios por impago se suceden; las condiciones y las esperanzas de vida se deterioran y, junto a todas esas calamidades, la soberanía nacional para hacerles frente se ha perdido.

El portavoz oficial de los invasores, el Wall Street Journal, proclama: “España ha dejado de ser dueña de su destino”.

El gobierno, muerto de miedo, se limita a cumplir de buena o mala gana las obligaciones que los invasores le imponen cañonazo tras cañonazo: rescates bancarios, recortes de los servicios sociales, reducción del sueldo a los funcionarios y, simultáneamente, de los impuestos a los pudientes y las empresas, incremento inverso de impuestos indirectos, desmantelamiento de los sindicatos y la fuerza de negociación laboral, etc, etc, etc.

De manera inexplicable, paralizado como si una pistola le apuntase a la sien, el gobierno se muestra incapaz de actuar como corresponde: incrementar los impuestos directos a las mayores fortunas y las grandes empresas, perseguir con toda la saña del mundo el fraude fiscal, coordinar con otros gobiernos perjudicados el asalto a los paraísos fiscales. Ni siquiera está dispuesto a dar la orden lógica: “Ciudadanos, saquen ustedes todo su dinero de los bancos y adquieran deuda pública.” De ese modo, al menos estaríamos como en Japón, cuya deuda es mucho mayor que la nuestra, pero está en manos de los ahorradores nacionales. Si sus acreedores son los ciudadanos, el Estado estará endeudado, pero tiene garantizada una mínima independencia.

Pero, no: incapaz de plantar cara a los señores de la economía o a los bancos privados, sin valor para denunciar a los mercados de capital internacional, el poder público incluso ha hecho desaparecer de nuestros televisores (¡en momentos como estos¡) la publicidad en otro tiempo tan frecuente que invitaba a las familias a invertir en los bonos y letras del Tesoro, en la deuda pública.

Durante el último teatrillo parlamentario conocido como “el debate sobre el estado de la nación”, el presidente Zapatero respondió a quienes le hacían tímidos reproches desde la tribuna del hemiciclo sobre su obediencia servil a los poderes fácticos tachándolos de ilusos y alegando con condescendencia que, si ellos estuvieran en la responsabilidad del poder, como él, tendrían un “sentido de la realidad” que les impondría, como a él, las medidas que tomar. Resultaba pasmoso contemplar al señor presidente del gobierno reconociendo con una amable sonrisa que su consejo de ministros no es más que una correa de transmisión de deseos ajenos. En fin, si el sentido de la realidad le dice a Zapatero que el gobierno no puede gobernar, ¿por qué no lo explica sin risitas y dimite?

Sometidos por el invasor y en manos de un gobierno títere, ¿quién nos defiende?

La cabeza se vuelve instintivamente hacia el ejército. Pero, ¿dónde está el ejército? Según parece, persiguiendo fantasmas por las montañas de Afganistán. Bonita maniobra de distracción: ¿qué demonios hace allí mientras el enemigo pisotea sin contemplaciones nuestro país?, ¿es que no se han enterado de lo que ocurre?

Si tenemos cuerpos de ejército especializados en la guerra convencional, en la atómica, la bacteriológica o la química, ¿dónde está el cuerpo de ejército español especializado en guerra financiera?

¿Dónde anda el comando preparado para asaltar la sede de Moody’s o de S&P’s o de Fitch, para investigar sus archivos y hundir en sus propios papeles a esos acorazados mercenarios que nos bombardean cada día? ¿En qué piensa la ministra de Defensa – a la que me imagino horrorizada: “¡Oh, dios mío! ¿Atacar en Nueva York?”

Y si llegamos a la triste conclusión de que en esta guerra nuestro gobierno está en manos del invasor y el ejército está incapacitado para defendernos, ¿qué debe hacer, en fin, el pueblo?

En 1808, con el rey y la nobleza cómplices o cautivos, el gobierno entreguista y el ejército maniatado frente a la invasión, fue el pueblo el que, consciente de lo que todas las instituciones parecían ignorar, se levantó contra la ambición de Napoleón. Fueron los líderes populares y las guerrillas las que llevaron el peso de una lucha de desgaste que se ganó.

¿Dónde están los Daoiz y Velarde contemporáneos, dónde están las Manuela Malasaña o Clara del Rey?, ¿quiénes se enfrentan hoy a los mamelucos financieros dispuestos a aplastar la independencia y la soberanía del pueblo?, ¿dónde están los héroes cuyos nombres llevarán las calles de Madrid el próximo siglo?

Tal vez el movimiento 15-M, que comparte mayo y Puerta del Sol con aquel levantamiento, ocupe un lugar en esa memoria. Su actividad, lejos de haber languidecido bajo la presión policial, se ha diversificado e incluso revigorizado: están activos en muchos frentes, arrastrando cada vez a más gente, integrando colectivos cada vez más especializados.

Pero, ¿será suficiente para acabar con la invasión? Su buenismo (como diría la rata de Tertsch), su pacifismo, su consensualismo, ¿podrán hacer frente a la maldad de unos poderes que disponen a su arbitrio de las fuerzas represivas? Puede detenerse un desahucio, o más bien puede retrasarse, pero, ¿puede detenerse y anularse la maquinaria que los produce?

Una guerra es un pulso de miedos: el que ejercen los mercados sobre nuestras autoridades resulta más que evidente – se les da todo cuanto piden y nada parece suficiente para calmarlos. ¿Quién ejercerá el miedo que contrapese el entreguismo, quien demostrará que la traición no sale gratis, quién responderá en nombre de la gente?

Esta es una cuestión que se plantean ya muchos en Europa aunque, desgraciadamente, semejante horizonte de resistencia no parece haber sido previsto por esos tipos encaramados al poder y dispuestos a seguir haciendo sacrificios humanos en el altar de la diosa Economía. Sometida a un grado tal de violencia social e institucional, la respuesta de la población es efectivamente imprevisible, ya que no en cuanto a sus causas, sí en sus consecuencias, y puede adquirir formas preocupantes, cada vez más incontroladas, en las que pesquen a río revuelto los violentos sin compromiso mientras proveen de pretextos al Estado para intensificar la espiral represiva y su transición del fascismo económico al político, puro y duro, bajo la etiqueta de “seguridad”.

La responsabilidad de esas olas de violencia contra objetivos a veces aleatorios, como está sucediendo ya en Inglaterra, deberá atribuirse no solamente a quienes saquean a la sociedad en su exclusivo beneficio, arrojando el resto al estercolero, sino, sobre todo, a quienes los toleran, los comprenden o les sirven de amparo ideológico, jurídico y político.

Pero, en interés de la lucha, las formas de respuesta no deben redundar en beneficio de los intereses del invasor. Deben realmente ponerlo en jaque.

En 1808 en España había guerrillas y guerrilleros locales, verdaderos artífices de la erosión paulatina e irreversible del poder napoleónico. ¿Dónde está “El Empecinado” hoy, dónde están Espoz y Mina o Julián Sánchez “El Charro”? Por desgracia los que a la fecha podrían equipararse recuerdan al Castroforte del Baralla que imaginara Gonzalo Torrente Ballester: en su novela La saga-fuga de J. B. este pueblecito levitaba cuando sus habitantes estaban ensimismados con sus problemas. Alguien debería explicarles a los castroforteños que, en esto, su pueblo es víctima en la misma medida que el pueblo de Madrid. Quizá así pudieran salir de su ensimismamiento, dejar de levitar y, en lugar de resignarse a desmantelar estructuras de resistencia popular consolidadas durante generaciones, podrían reorientar sus estrategias en beneficio de un objetivo más amplio y generoso, más acuciante, más solidario y menos parroquial.

La respuesta a la invasión de dragones financieros, si quiere triunfar, debe ser colectiva y total. Nadie con un mínimo atisbo de conciencia social puede quedar excluido. En la lucha que tenemos por delante, necesitamos gente aguerrida.