jueves, 24 de marzo de 2011

Los nuevos alquimistas

Los antiguos alquimistas tenían (por emplear el lenguaje de rigor en la empresa contemporánea) una visión: transformar el plomo en oro. La idea, luminosa, podría condensar en su misma formulación la misión (otro término al día) de todo el capitalismo. Para sacar de la pobreza riqueza, de la vulgaridad excelencia, de la grisalla lustre, de la nada todo, los alquimistas habían recurrido a los modernos conocimientos que proporcionaba la metrología, la ciencia de las medidas y los pesos.

Con esos tools positivistas en la mano, los alquimistas creían firmemente que, para obrar lo que cualquiera en su sano juicio consideraría arte de birle-birloque, no había más que poner en marcha (implementar sería más apropiado) el “sencillo” método de alterar el peso específico del metal, modificar en el sentido adecuado las números y las comas que conforman, cualquiera diría que aleatoriamente, esa cifra mágica cuya existencia es hoy día seriamente contestada por la ciencia pero que, a la fecha, poseía para quienes creían en ella la consistencia severa y majestuosa de la realidad. De ese empírico modo, se conseguiría el milagro, y la humanidad entera se habría convertido en Midas.

¿No tiene ese mismo aire de fe alquimista la idea circulante de que una institución, una economía e incluso un país entero, no son más que un conjunto de programas, medidas, regulaciones y normativas cuya reforma en cierto sentido dará como resultado otra institución, otra economía e incluso otro país, predeterminados y apetecidos, más (como corresponde a la visión de los nuevos Midas) ricos, más eficientes, más dinámicos y competitivos?

Tomemos por ejemplo la Universidad. Toda su reforma actual ha sido desencadenada por un par de folios, firmados por los ministros de Educación de los países de la Unión Europea allá por 1999 y conocidos como “Declaración de Bolonia”. Uno puede acordarse perfectamente del estilo de los viejos alquimistas, de sus principios y sus bienintencionadas supersticiones (esa fe positivista, ay, ay, ay) cuando lee que, según la letra de esa declaración, “la validez y eficacia de una civilización puede medirse”.

Sí, señores, eso firman y afirman, quizá al final de un cóctel, los ministros de educación de los países más civilizados de la tierra con rotundidad científica: que una civilización (sea eso lo que sea) puede ser medida – como quien afirma tranquilamente, “la especificidad de un metal puede medirse”.

Dejaré unos instantes para la estupefacción y, tras la comprensible estupefacción, la también comprensible curiosidad. ¿En qué consiste, se preguntará impaciente el lector, el peso específico de las civilizaciones y, más interesante aún, cuál es el sistema de medidas que nos permita valorar la calidad de cada una de ellas? ¿Cómo demonios puede mesurarse objetivamente una civilización? Orgullosa de su descubrimiento, la Declaración de Bolonia satisface, a renglón seguido, esa legítima curiosidad: “a través del atractivo que tenga su cultura para otros países”.

No me detendré ahora a discutir teóricamente la validez de esta sorprendente segunda premisa, pero, dadas ambas, la posibilidad de medición y la unidad de medida, la conclusión se impone por sí sola. Por consiguiente: “necesitamos asegurarnos de que el sistema de educación superior Europeo adquiera un grado de atracción mundial igual al de nuestras extraordinarias tradiciones culturales y científicas” – firman y afirman los ministros describiendo así su alta misión, con la alegría que da la seguridad de hacerse rico racional y científicamente en un pispás, como quien dice: “cambiemos el peso específico del plomo hasta hacerlo igual al del oro.”

No discutiré teóricamente, ya digo, la unidad de medida elegida, pero hay ejemplos… Algunos ya han tenido oficialmente éxito. Así, el hecho de que un hijo de Gadafi, irresistiblemente atraído por el prestigio de la London School of Economics, haya comprado allí su carrera entera y su doctorado (con una tesis defendiendo la democracia, como dios manda) prueba, siempre según la Declaración de Bolonia, el grado de civilización de Gran Bretaña.

Para alcanzar, como poco, ese grado de civilización, también las universidades españolas deben someterse a la transubstanciación o metahipóstasis de su peso específico. Si se aplica correctamente el método prescrito, la Universidad Complutense de Madrid, pongamos por caso, se convertirá en Harvard, sostienen farrucos los nuevos alquimistas.

Así que para obrar la nueva transformación del plomo en oro, hemos tomado alambiques, retortas, probetas y catafractos, sí, pero sobre todo, máquinas fotocopiadoras: para asegurarse de que la plúmbea UCM se convertirá en la dorada Harvard se han fusilado los niveles, la duración e incluso los nombres del currículum norteamericano, se ha copiado simiescamente el tono y la meticulosidad de sus programaciones, los objetivos de sus asignaturas, su número de créditos y hasta la misma palabra “crédito”, las referencias de consulta básicas, el tiempo estimado del trabajo del estudiante - se ha conseguido, en fin, ponderar la duración racional del pipí de profesores y alumnos entre clase y clase con la misma metódica precisión con que se bareman estos asuntos en la School of Law de Harvard.

Ahora sólo hay que trabajar mucho y confiar en que los hijos del jeque de Kuwait, o los herederos del sultán de Brunei, o los tiburones rusos o los delfines chinos vendrán a reunirse a Madrid (e intentar comprar aquí sus carreras), en lugar de ir a Boston o a Cambridge, Massachussetts.

Pero creer semejante cosa, creer sencillamente que vendrán, ineluctablemente atraídos porque ya tenemos los mismos programas con los mismos nombres, los mismos métodos de evaluación y porcentaje en la calificación final, los mismos cronogramas de actividades e incluso el mismo implacable sistema de inspección interna, es, efectivamente, fe de alquimistas, delirio de Midas ofuscados por la ambición, cosa de quienes no entienden nada de nada.

A Midas, la mitología le colocó al final de sus peripecias una grandes orejas de burro. ¿Cómo calificar como se merece semejante abstracción de todo, ese desprecio exhibido por las autoridades educativas hacia los hombres y la historia, hacia la cultura, las costumbres, el clima, el grado de especiado de las comidas y, sobre todo, (tal y como se les enseñaría a los nuevos alquimistas en cualquiera de las facultades de ciencias humanas o sociales que con tanto empeño pretenden sepultar) una ignorancia tan despampanante de las relaciones de poder?

Entiéndase: no es la posibilidad de un cambio en las instituciones o las organizaciones, sino el sentido ideológico de ese cambio y la superstición sobre los medios para producirlo lo que me tienen estremecido y asombrado. Descartemos a los ideólogos, de acuerdo, hablemos de los ilusos. Creer (o poco menos) que si aplicamos las reformas que Angela Merkel ha impuesto en Alemania (la jubilación a los 67 años, la vinculación del aumento de salarios a la productividad, el control del déficil público, etc, etc) España se convertirá en Alemania, supone tomar palabras como “flexibilidad” o “dinamismo” por fuerzas de la historia en lugar de burdos eufemismos. Eso sí que es creer en la transubstanciación de los metales por alteración del peso específico. ¡Pero esta vez los creyentes están en el gobierno! Estamos en manos de alquimistas, ¡corramos a los refugios!

Desde allí escribo… A título de mera crítica programática, me permitiré introducir una pequeña variable etno-económica en los parámetros considerados por el programa de reformas. De acuerdo con esta modesta corrección, España fabricará tantos Mercedes como Alemania, y con la misma tecnología o mejor, el día en que Alemania produzca a su vez la interminable serie de Velázqueces, Goyas o Picassos que ha producido España – o más.

Como se ha podido comprobar al aplicarse sobre naciones y pueblos, aunque basta con echarle un ojo a los procesos sugeridos, la transubstanciación o metahipóstasis económica (da igual) es dolorosa: ¿por qué tendríamos que intentarla nosotros? ¡Que transubstancien ellos! ¿Es que acaso la economía alemana es más rentable que la nuestra? ¿Según qué idea de economía?

Ciñámonos a los precios del mercado, por favor. Habida cuenta de que el precio de un solo picasso equivale a varios miles, e incluso varias decenas de miles, de Mercedes o BMWes, yo diría que hay aquí un error de bulto en la valoración económica de cada economía. Mi impresión es que deberíamos ser nosotros los que propusiéramos a Carita-de-ángel Merkel las medidas adecuadas. Sin ánimo de agotar todas las posibles rrreformas que implementarrr, he estado pensando algunas sugerencias para que los alemanes consigan mejorar su hoja de resultados:

1) Dormir la siesta al menos 5 días por semana y en condiciones más relajadas (pijama, orinalín, persianas bajadas, manos sobre la panza, etc.)

2) Ilegalizar la cerveza e imponer el vino como bebida nacional por medio de una activa campaña publicitaria costeada con dinero de los cerveceros.

3) Agarrar alguna vez un pincel (en lugar de pasarse todo el rato con una llave inglesa o un electrodo).

4) Previo pago del correspondiente impuesto especial para extranjeros, hacerse de Sanlúcar de Barrameda, Figueras o Cilloruelo.

Y ahora, en serio: ¿qué es lo que impide que un objetivo económico de orden superior (cual es la transformación de Alemania en un pueblo de pintores geniales, borrachos y juerguistas, cuyos cuadros valgan más caros que los diamantes) no se vea seguido de las medidas y pasos necesarios para su consecución? Desde luego, no es la lógica…