sábado, 26 de diciembre de 2009

Perros de la Patagonia

Están por todas partes, pero nadie me había hablado de ellos. Son eso omnipresente que todos ven y de lo que todos callan. Peludos, lanudos, greñudos, blancos o negros, pero siempre bien arropados – supongo que es la única manera de sobrevivir al clima. Libres, sin collar, sin dueño.
Se mueven solos o en pandillas de distintas razas y tamaños detrás de un líder. Él y sus secuaces trotan de acera en acera meneando mansamente la cola. Los de ciudad son felices en comparación con los del campo: tienen más basuras que escarbar. En el campo a lo sumo van en parejas. Son prudentes: se apartan de tu camino y te observan, se desplazan con enorme sigilo y agilidad. Nunca ladran. Tienen más miedo de ti que tú de ellos.
No puedes mirarles. Si tu mirada se cruza con la suya, entonces menean la cola con timidez, estiran las patas delanteras y te siguen, decididos a dejarse apadrinar. Si pones los ojos en ellos, deciden que eres tú quien va a saciar su hambre de comida y de afecto. Y se pegan a tus talones andando muy silenciosos, sin que te des cuenta. Cuando te vuelves y los descubres, se paran y vuelven a alzar la vista – una mirada acuosa, sumisa, nada intimidante incluso en perros grandes como osos.
Y, sin embargo, entre ellos pueden ser fieros. Se disputan a ‘su’ persona, o sea, a ti o a mí, enseñándose los dientes y gruñendo. Seres débiles contra seres débiles. Uno piensa que, todos juntos, serían un ejército formidable.
Hay algo commovedor en esos perros callejeros que pululan a la intemperie por la Patagonia, en el extremo sur del hemisferio sur, tan llenos a la vez de necesidad y de miedo a la gente. Tan humanos…

lunes, 14 de diciembre de 2009

Bolonia para cinéfilos

Cuando se presentó en España, en el año 1969, el título de la película El graduado, versión (censurada) de la cinta de Mike Nichols The Graduated, no era precisamente evidente en un país donde el verbo “graduar” apenas se usaba para otra cosa que para hablar de las gafas de ver y otros artefactos de la óptica. El 22 de abril de aquel remoto año, en tiempos en que imperaba la visión de Martín Vigil sobre la adolescencia, el diario ABC publicaba una crónica sobre su estreno en el cine Gran Vía en la que elogiaba esta historia “moderna”, calentorra y ñoña porque aleccionaba sobre el hastío y pena que termina produciendo el sexo desordenado. Bajo el titular “El adolescente ‘made in USA’”, el crítico (Antonio de Obregón) escribía: “Habíamos oído hablar mucho de ‘El graduado’. Para nosotros: el licenciado, el que termina sus estudios universitarios y se enfrenta a la vida.”
"Licenciado” es una palabra con una larga tradición en castellano. No sólo en España, sino en el mundo de habla hispana (lo cual da idea de su antigüedad), hasta el punto de que en México se ha convertido prácticamente en un tratamiento: Lic. Al menos por aquí nadie iba diciendo “me he graduado en tal o cual cosa”, sino “me he licenciado” o “estoy licenciado”, y eso mismo rezaban en gruesas letras los encabezamientos de los títulos expedidos por el dictador, primero, y por su majestad el rey, después.
Siendo así, si “para nosotros” el “graduado” no era un catalejo sino el “licenciado”, ¿por qué no se titulaba la película El licenciado?
Se trataba entonces de una mala traducción, sin paliativos, una versión caprichosa y pillada por los pelos que resultaba grotesca y enigmática a la vez, difícilmente explicable por ignorancia y quizá inspirada por algún comercial de la distribuidora o de la productora Embassy Pictures Corporation, el cual, allá por 1969, en lo más crudo del crudo invierno franquista, tuvo una corazonada de gran trascendencia en la historia cultural de este país: seguramente a sueldo de una empresa americana, aquel precursor pensaba que había que hacer que las cosas sonasen a inglés. De ese modo adquirían misterio e interés para un público que, si no leía ABC, no tendría más remedio que ir a ver la película para enterarse de lo que de verdad quería decir el “graduado”, el papel del envidiado jovencito (Dustin Hoffman) a quien se tiraba la Señora Robinson, la suculenta Ann Bancroft.
Y hasta puede que aquel comercial visionario, replicando a algún colega a quien no le pareciera tan buena idea, le apostara: “Algún día, “licenciarse” se dirá “graduarse”. Si no, al tiempo.”
Cuarenta años después, el comercial al servicio del imperio ha conseguido que los hechos se amolden a su antojo: que, para nosotros, “el graduado” signifique “el graduado” y ya nunca más “el licenciado”. El lenguaje ha obrado el conjuro, las palabras han parido hechos. Se ha conseguido un trabajo fáustico más que hercúleo: en lugar de adecuar la traducción a la realidad, la realidad entera se ha acomodado a una mala traducción. El órgano ha creado la función, ¡y a qué escala! Que el verbo “graduarse” haya llegado finalmente a significar lo que predijo el tipo que no sabía traducir es, quizá, si juzgamos la dimensión de la pleitesía, el más humillante y prodigioso logro de la influencia de la lengua inglesa y la cultura anglosajona sobre la lengua castellana. La historia de esa imposición, perpetrada por las élites políticas, académicas e intelectuales de este país (y, hay que decirlo, de toda Europa) puestas de rodillas, se llama Tratado de Bolonia.
Ese tratado, que entra en vigor este mismo año 2009 en que nos encontramos, traza un plan de organización de la enseñanza superior, calcado hasta las comas de la organización universitaria americana, según el cual ya no hay “licenciaturas”, sino “grados”. Tampoco hay doctorados, sino “másteres”: inducido por un instinto comercial y cultural propio de empleado de una distribuidora cinematográfica, todo su lenguaje resulta de una mala traducción generalizada del inglés, y a veces simplemente de una “intraducción” del inglés. Como consecuencia, a partir de 2014, cuando salga de la universidad la primera hornada de estudiantes del nuevo plan (que reduce en un año la duración de las carreras), ya no habrá licenciados, sino, precisamente y sin más enigmas, graduados. Ellos sí que podrán identificarse del todo con Dustin Hoffman y hasta sentir casi casi hastío y pena después de refocilarse con Ann Bancroft, yeah.

miércoles, 2 de diciembre de 2009

Caña al 68

En la batalla de la educación y otras batallas, una de las consignas clave creadas en los laboratorios semiológicos neoconservadores es el asalto despiadado a lo que llaman el ‘espíritu del 68’. Nicolas Sarkozy o Esperanza Aguirre se recrean con fruición en ese ensañamiento. El objetivo que se persigue con cabezonería digna de terapia no es otro que desarmar cualquier atisbo de espíritu libertario en la sociedad. El clamor por la ‘falta de autoridad’ en la escuela y la guerra contra la ‘permisividad’ es parte fundamental de esa estrategia que nos prepara para el autoritarismo.

Verbigracia: publica El País en las páginas de Sociedad una noticia bajo el inquietante titular: “Los padres progres dedican menos tiempo a educar a los hijos”[http://www.elpais.com/articulo/sociedad/familias/progres/dedican/tiempo/educar/hijos/elpepusoc/20091127elpepusoc_30/Tes], que me parece una bonita manera de contribuir a enfangar el buen nombre de ‘progre’ y empujar un poquito más el agua a cierto molino… La noticia desglosa un informe promovido por la Fundación Bofill entre cuyos expertos figura Javier Elzo, de la Universidad de Deusto. Con el nombre de Elzo me han familiarizado mis años de clase en la Facultad de Políticas y Sociología, pero al lector lego se le exige respeto sólo por su nombre, puesto que no se ofrece la menor referencia de su currículum.

En la noticia se da cuenta de que el informe ha clasificado a la población catalana (puesto que la muestra se ha tomado exclusivamente en Cataluña) en cuatro categorías de familias, a saber: “La primera, extravertida y progresista; la segunda, introvertida y tradicional; la tercera, conflictiva, y la cuarta armónica y convivencial.” Por qué estos cuatro tipos de los miles de posibles tipos en que puede categorizarse la población de padres catalanes, y por qué esos adjetivos, habría que preguntárselo a los autores del informe. Y también cómo han hecho para reconocer como miembros de cada grupo a los que han rellenado sus cuestionarios – descartando desde luego la autoidentificación: es posible que uno se declare conflictivo, pero ¡nadie en su sano juicio se describe espontáneamente como ‘armónico y convivencial’!

En realidad las categorias se organizan en dos ejes de oposición claramente demarcados (tradicional-progresista, conflictivo-armónico), que no veo por qué no podrían solaparse: ¿es que no hay padres tradicionales y conflictivos, ni se conciben progres y armónicos?, ¿o viceversa?

Si uno acude al portal de la Fundació Jaume Bofill puede encontrar sendos archivos pdf con el texto íntegro del estudio, titulado ‘Modelos educativos familiares en Cataluña’, y con el que se ofreció a los periodistas en rueda de prensa, ceremonia con la que se inicia el proceso de inyección de ideas en el circuito de la llamada opinión pública [http://www.fbofill.cat/intra/fbofill/documents/Models_educatius_RP.pdf]. Aparte de las dudas que acabo de apuntar sobre las decisiones arbitrarias de los encuestadores, no voy a entrar a juzgar aquí la solidez sociológica del trabajo (¿quién soy yo?). Hablo de él tal como me llega a los ojos en las páginas de los medios de comunicación…

Desde prontito, vamos, desde el titular, se ve que la andanada va contra los pobres ‘progres’. Dos largos tercios del artículo se extienden sobre sus deficiencias como progenitores. Pero la idea de que los padres progres (“en gran parte profesionales, técnicos, empresarios y comerciantes que rechazan la pena de muerte, defienden el aborto y la eutanasia, la legalización de la marihuana y trabajan más fuera de casa”) delegan más que cualquier otro grupo la educación de sus hijos, deja dudas en sí misma: ¿seguro?, ¿seguro que abandonan más a sus hijos que los llamados conflictivos? Y, a fin de cuentas, delegar ¿es bueno o es malo? En fin, ¿no sería mejor que los padres conflictivos, sean quienes sean, dejasen en paz a sus hijos, no intentasen educarlos personalmente y delegasen más su educación en los profesionales de la escuela? Ya lo decía Platón: gran parte del trabajo que hace la escuela consiste precisamente en salvar a los hijos de sus padres…

En cualquier caso, una vez que la dejación de funciones educativas ha sido sancionada como negativa, lo extraño es la manera en que se caracteriza esta aparente traición al instinto primordial de la paternidad, esa degeneración: “En este grupo de familias progres ‘hay un notable desestimiento de la educación de los hijos, que se delega en la escuela, en personal auxiliar domiciliario’ o en clases particulares de refuerzo”, escribe el periodista citando a Elzo. Bueno, alguna sutileza ferlosiana debe haber respecto a la palabra ‘educación’, porque resulta que los mismos que no se conforman con la escuela obligatoria y envían a sus hijos a ‘clases de refuerzo’ incurren en grave ‘desestimiento’.

Pero, ¿y las demás categorías familiares?, ¿qué les ofrecen a sus hijos para que este grupo de sociólogos de Deusto los encuentre más comprometidos con su atención y educación? ¿Qué les darán, por ejemplo, los conflictivos a sus hijos? La verdad es que una vez acabado con el trabajo de moler el buen nombre de nuestro progre, el artículo casi ya agoniza. En breves párrafos, el periodista retrata a cada uno de sus grupos y sus métodos, y uno se pregunta qué demonios será lo que hace a los padres progres peores que el resto en la atención de sus hijos, cuando lee que los conflictivos, aparte de alguna bofetada de más, les dan “poca confianza en sí mismos.”

Según el informe, los grupos familiares que mejor parados salen en la cuestión que motivó el estudio son los tradicionales y los ‘armónicos’. ¿Qué tienen estos dos tipos para que los sociólogos se hayan hecho amigos suyos? Por su parte, los tradicionales e introvertidos tienen, literalmente, “‘los valores de siempre’, autoridad fuera y dentro de la familia.”

Esto explica su ventaja sobre los padres progres y extravertidos, esos irresponsables, quienes “Quizá son así porque estamos hablando de padres de familia que vivieron la transición y la época de prohibido prohibir. Estas familias suelen tener, añade Elzo, -escribe el periodista- ‘pocas muestras de afecto’ para con los hijos.”

Pogres-prohibido prohibir-no quieren a sus hijos. ¿Se puede ser más claro? No sé si más claro, pero sí más bestia. ¿Cómo querrán los demás a sus hijos, cómo les demostrarán su afecto? He llegado a pensar que podía tratarse de un gazapo o errata cuando he leído el método aplicado por los padres ‘armónicos y convivenciales’, esa hermosa categoría a la cual así sólo, por el nombre, ya le gustaría a uno pertenecer y que, según el artículo, tiene el mayor éxito en lo relativo a la educación de sus hijos, además de ser los que más disfrutan con sus chavales. De ellos se afirma que “Suelen ser estos padres los que más usan el castigo como correctivo.”

Me he ido al estudio original en catalán para comprobar que la transcripción de Sebastián Tobarra, el periodista que firma el artículo, es correcta. Y lo es. Eso se dice, entre otras cosas maravillosas, de estas familias ‘armónicas y convivenciales’ (son religiosos, no están a favor de la eutanasia a quien la pida, ni del aborto sin restricciones, ni están a favor de la legalización de la marihuana) en cuya casa todo es orden y concierto. En el contexto interno del estudio, el uso del castigo como ‘correctivo’ se opone al uso del castigo como represión, pero, por mucho que lo ideal sea convivencia y diálogo, en lo tocante a método ya vamos entendiendo lo que funciona: una dosis adecuada de bofetada, autoridad y castigo.

Y así será si lo dice la sociología, pero lo que a mí me preocupa es la lección que puedan sacar los chavales, teniendo en cuenta que, si no me equivoco, una gran parte de los padres progres y desafectos actuales se criaron en hogares religiosos y tradicionales en los que abundaba la bofetada, la autoridad y el castigo...