lunes, 21 de septiembre de 2009

Mirar con los párpados cerrados

Con la pijoborroka de Pozuelo como detonante, Esperanza Aguirre ha decidido que el problema está en la educación. Y de las mil cuestiones que podría considerar a ese propósito, su subconsciente le traiciona: sólo le interesa la autoridad. Hay que volver a dotar a los profesores de autoridad, si hace falta, nombrándolos “autoridad pública”. Se lo he oído explicar: “Hay que acabar con el espíritu del 68, que es el espíritu de la permisividad excesiva”. También les he oído eso mismo a otros portavoces de las ideologías dizque liberales. Algo bueno tiene que tener el 68 (aunque quizá no tanto como el 69) si realmente les fastidia tanto. Aunque no creáis que sólo se quejan los que reciben catequesis en la FAES, no. La consigna ha calado incluso en los bancos de la izquierda.

Con cierta periodicidad, pero inexorablemente, se organiza un concierto de rock duro, durísimo, junto a los endebles muros de ladrillo de la facultad de ciencias políticas en la que trato de enseñar algo. Cuando esto sucede no queda más remedio que salir del despacho o del aula, dejar cualquier actividad en que la mente pueda hallarse involucrada, y refugiarse en la cafetería en espera de que amaine la tempestad rockera. Entre mis colegas de la facultad, la indignación es rampante, incapaces de aceptar que algo así pueda suceder en el sagrado recinto universitario. Gente habituada a elaborar doctrina, no se cortan a la hora de explicar el fenómeno. La apesadumbrada cantinela de estas teorías (reproducida, no lo olvidemos, en boca de profesores de ciencias sociales en la universidad más grande de España y que, en buen número, mamaron con mayor o menor fruición de las tetas ideológicas de mayo del 68) es, sí, habéis acertado, la de la “falta de autoridad” de los tiempos que corren. Sic transit gloria mundi: amigos de la FAES, ya veis qué poco deben preocuparos las enseñanzas de los profes de izquierda… Derecha e izquierda, même combat!

Para variar, yo suelo mear fuera del tiesto. Tengo mucha familia trabajando en la educación, en los niveles considerados “peligrosos”, léase secundaria. Y seguro que a mis hermanos y al resto de los profesores no les vendrá mal ser ascendidos a “autoridad pública”. Pero, la verdad, creo que otra vez se otea el horizonte con los párpados cerrados. El comportamiento fascista y violento de un sector llamativo de la adolescencia y la juventud no tiene nada que ver con una pretendida ausencia de autoridad. La percepción me dice que, más que falta, esta sociedad postmoderna está sobrada de autoridad y de autoridades: ¡donde quiera que uno mire hay un vigilante privado pistola en ristre! Yo no veo un mundo de libertinaje bacanal, sino más bien al contrario, uno de control y tentetieso. Jodido como estoy, igual que mis colegas, con la idea de que no me dejen estudiar ni dar clase durante unas horas al buen tuntún, mi explicación de éste y otros comportamientos inexplicables de la juventud no tiene nada que ver con la falta de autoridad, si no, más bien, con una ausencia objetiva de modelos coherentes, empezando por sus propios padres, y con una pasmosa falta de CRITERIO que afecta a los mensajes didácticos de nuestra jovial sociedad abierta.

¿Agresividad en los jóvenes? Ah, ¿pero no es buena la agresividad? En los programas deportivos se elogia mucho, y en los másteres de negocios se recomienda con entusiasmo. Da la impresión de que la señora sociedad competitiva quiere corderitos mansos y reprimidos – que deben convertirse en fieros leones exactamente cuando y donde se les ordene, ni un minuto antes, ni en ningún otro lugar. Hay algo antinatural en eso…

¿Ruido? ¿Cómo explicar la inoportunidad del ruido guitarrero en un país que celebra el estruendo fallero como asunto sublime y prioridad de la industria turística?, ¿cuyas calles atruenan los mismo en verano que en Semana Santa o Carnaval? ¿Cómo explicar las bondades del silencio, cómo trazar en la mente de nuestros jóvenes esa fina línea que separa la posibilidad de reventar las orejas al vecino con la bendición de la autoridad, de su inconveniencia o imposibilidad?

¿Violencia? Y ¿cómo combatir la violencia en una generación embebida en películas y videojuegos que chorrean sangraza? ¿Cómo explicar y dignificar las conductas pacíficas mientras se toleran y promocionan un cine y unos espectáculos que banalizan la crueldad - en ocasiones con la cínica coartada de “denunciarla”? ¿Quién va a bajar a Tarantino de la peana?

¿Alcohol? Y ¿cómo desprestigiar el alcohol y su consumo, cuando las fiestas a todas las escalas, de las familiares a las nacionales, están sancionadas y selladas por ríos de alcohol? ¿Consumo moderado?, ¿cuánto es eso?, ¿es igual de “moderado” para el cliente que para el dueño de la empresa de bebidas o el propietario del local de copas?

Pero, en fin, el consumo, ¿es bueno o es malo? Parece bueno cuando se lo estimula para que las variables macroeconómicas puedan levantar cabeza. Pero parece malo cuando se consideran sus efectos sobre la salud del planeta o sobre la personalidad de la gente.

¿Qué más? Resulta muy difícil que la población no se ande matando por las carreteras, por mucha didáctica publicitaria que se gaste el ministerio, si después se arracima a la gente los domingos por la mañana delante de la tele para ver cómo Fernando Alonso intenta tragarse kilómetros más rápido en cada vuelta al circuito de Qatar. Dicen con preocupación que cada vez hay más accidentes en moto, y no me extraña nada, si los medios de comunicación han hecho un negocio de Pedrosa y Lorenzo forzando los planos de equilibrio sobre dos ruedas a toda velocidad. Hay que proteger el país de la desertización, entonces ¿cómo se entiende que se vendan quads y todoterreno con una publicidad masiva que alienta la genial idea de machacar sin complejos la capa vegetal de los parajes naturales?

Esta misma falta de criterio que combate y estimula al mismo tiempo un comportamiento rige la pequeña y la gran política. Pongamos un ejemplo de la grande: las autoridades castristas son unas canallas por no permitir la salida de Cuba en condiciones normales a quien se siente llamado por las voces de la libertad y la prosperidad; pero, al mismo tiempo, pagamos a las autoridades de Senegal, Mauritania y media África para que hagan exactamente eso con sus ciudadanos – impedirles echarse al mar; y los mismos que se indignan por la triste suerte de los balseros cubanos, obligados a sortear un mar lleno de tifones y tiburones para llegar a donde les da la real gana, protestan escandalizados contra los que intentan el mismo viaje y con las mismas intenciones en condiciones muy semejantes, si salen de Dakar o Nuakchot.

Lo que necesitan los jóvenes –y los no tan jóvenes- es, efectivamente, educación: una educación pública, laica y gratuita. Pero sobre todo una educación que no resulte contradicha y ridiculizada a cada paso por el ejemplo de sus mayores y por la todopoderosa publicidad. Punto. Aparte de eso, es importante que entiendan que un profe es importante, y un futbolista, no. Que el objetivo es conocer, comprender y convivir, no competir y ganar dinero. Que “Operación Triunfo” no es, no puede ser y nunca será una alternativa de ningún tipo a las escuelas. Que la saña y la crueldad no molan, que la empatía y la compasión son requisitos indispensables de la convivencia. Que el espíritu del 68 no es malo, sino que lo son sus enemigos declarados: los privilegios, las iniquidades y la represión. Los jóvenes necesitan cositas claras, ideas claras, límites claros.

En algún sitio escribí que la masa social del fascismo suele componerla gente que se reconoce a sí misma ingobernable y que propone y defiende regímenes en sintonía con sus fantasías represivas. En cambio, la gente que no encuentra mayores dificultades en el autocontrol no toleramos fácilmente la autoridad y la imposición, sencillamente porque no sentimos la necesidad de que alguien tenga que ponerle férulas a nuestra vida. Y en buena lógica temblamos cuando los poderosos alegan “falta de autoridad”. Una y otra vez el poder se aprovecha de las pulsiones autoritarias de un sector social amedrentado de sí mismo, ése que dice que quiere gobiernos fuertes, autoridad contundente, ley y orden. No les creáis: el fascismo no se combate con más fascismo.

domingo, 13 de septiembre de 2009

¿Buena o mala?

El Foro Económico Mundial nos ha degradado en la asignatura de Competitividad. Nos ha condenado al 33 puesto de la clase – “Detrás de Brunei”, refunfuña, un poco racista, El País. Los periodistas pronuncian el número del ranking chascando la lengua.
Y, ¿qué razón aduce el FEM para ponernos tan mala nota?, pregunta uno a mi derecha. Le respondo: “El mercado laboral español es demasiado rígido: hay que flexibilizarlo. ¿Te suena la canción?”
“Me suena la canción”, dice el de mi derecha. Y, ¿no es raro que el diagnóstico y la receta del FEM coincida punto por punto con el del PP, el de la CEOI, la OCDE y con otras siglas, todas ellas con sede en Davos, Suiza?
Pero nada de lágrimas. A renglón seguido, prácticamente sin transición, porque las noticias de economía llevan poca publicidad, el periodista nos informa de que, en cambio, la agencia Moody’s, con sede en Nueva York, ha reexaminado la solvencia crediticia de España. Y fruto de su minuciosa corrección de nuestros ejercicios, se nos ha elevado a la marca AAA (por ominosa que suene, la Matrícula de Honor) en lugar de AAB, el purgatorio de credibilidad al que habíamos caído.
Y ahora, ante esas noticias, ¿qué hacer? ¿Debemos alegrarnos porque la economía española sube, o entristecernos porque baja?, ¿debemos felicitar a la oposición o condolerla? Mientras los de Davos deben de estar bastante contentos con nosotros (aunque, naturalmente, quieran más) yo me siento como aquella heroína de película sado. Cuando le zurraban con el látigo, se preguntaba, la pobre: “¿Me habré portado mal… o me habré portado bien?”