miércoles, 15 de marzo de 2023

Una peligrosa manera de pensar

 

Tras las huellas de una pesquisa que me ocupa esta temporada he estado leyendo un opúsculo muy interesante: La función política de la mentira moderna (Pasos perdidos, Madrid 2015). Su autor, Alexandre Koyré (1982-1962), fue un filósofo e historiador de la ciencia francés de origen ruso, que escapó de la Francia ocupada por los nazis durante la Segunda Guerra Mundial y recaló en Nueva York, donde escribió este texto publicado en 1943. En él, Koyré pretende explicar el uso de la mentira en los regímenes totalitarios y, más en concreto, en el régimen nazi que le había forzado al exilio por su condición de judío y antifascista: (p. 42) “los regímenes totalitarios se fundan sobre la primacía de la mentira”, subraya.

            El ensayito, de unas sesenta esponjadísimas páginas, tiene una construcción retórica arriesgada y, al mismo tiempo, muy gratificante para el lector. Se va leyendo con interés creciente no exento de escepticismo, con sensación de que, pese a los intentos del autor, hay un planteamiento deslavazado y a veces más voluntarista que convincente, más activista que científico. Pero, como si fuera un premio al lector esforzado y paciente, concluye con lo más interesante: la descripción de lo que Koyré denomina “antropología totalitaria”. Cuando se llega a la formulación de esa antropología, que “no admite que exista una esencia humana única y común a todos” (p. 73), tal y como la antropología aristotélica concibe una separación esencial entre el hombre libre y el esclavo, como se aclara en una nota, de pronto se encaja todo lo anterior.

            El hilo argumentativo parte de la idea, fácil de entender en 1943, de que la mentira al enemigo, a los “otros”, sería algo natural. Koyré sugiere que, como correlato del estado de guerra, de naturaleza excepcional, se produciría también un estado de excepción epistemológica, en el cual se opera la perversión de los supuestos básicos de la comunicación: la mentira, no ya la verdad, sería el fundamento de la comunicación. En esas condiciones “la mentira a los ‘otros’ (...) sería algo obligatorio.” (p. 50) La lógica que regiría en ese mundo transvalorado (por usar una expresión nietzscheana) sería la de la sociedad secreta, para la cual “la palabra no es más que un medio de ocultar el pensamiento.” (p. 60)

            Y esto es así aunque la idea parezca contradictoria o incompatible con un ámbito como el de la política, en que las declaraciones públicas son indispensables. Koyré, quien recurre abundantemente a la fuerza explicativa de la paradoja (algo que me complace especialmente), describe ese mundo como el de una “conspiración a la luz del día”. En ese contexto, obligado al mismo tiempo a manifestarse y a callar, se recurre a la “mentira en segundo grado”: incluso cuando se dice la verdad, se miente, porque se tiene la intención sistemática de engañar. “Toda declaración pública es un criptograma y una mentira”, escribe el filósofo francés. (p. 70)

            Como dije, es en sus páginas finales (pp. 74-75) donde se detalla la naturaleza de la “antropología totalitaria”, un pensamiento en último extremo retórico que segrega esencialmente al orador del auditorio, tanto da propios que extraños, transformados todos en los “otros”. El desprecio consustancial de esa mentalidad hacia su auditorio permite entender con precisión cuanto se ha dicho hasta aquí. Las premisas y supuestos de esa retórica totalitaria serían los siguientes:

 

            “Las masas creen todo lo que se les dice, a condición de que se les diga con la suficiente insistencia, a condición de que se halague sus pasiones, su odio, su miedo. Es, pues, inútil no traspasar los límites de lo verosímil. Todo lo contrario, cuanto más burdas, descaradas y crudas sean las mentiras, más fácilmente serán creídas y seguidas. De igual manera es inútil tratar de evitar las contradicciones: la masa no las percibirá nunca; también es inútil esforzarse en coordinar el discurso dirigido a unos del dirigido a otros: nadie creerá lo que se dice a los demás y, sin embargo, todo el mundo creerá lo que se le dice a él. Es inútil buscar la coherencia: la masa no tiene memoria; es inútil ocultar la verdad: la masa es radicalmente incapaz de percibirla; es inútil incluso aparentar que no se la engaña: no comprenderá nunca que tiene que ver con ella, que tiene que ver con el tratamiento al que se la somete.” (pp. 75-6)

 

           Es ésa, en el fondo, una visión militar o gerencial de la sociedad, cuyos elementos se dividen, funcional, honorífica y salarialmente, en oficiales y carne de cañón, o en ejecutivos rutilantes y sufridos empleados. Resulta fácil también atribuir ese pensamiento a los políticos profesionales, para quienes los electores no son más que un “rebaño” desorientado al que hay que dirigir con la mano firme de un pastor. Pero resulta difícil no encontrar también algo de eso ¡en uno mismo! Sobre todo, al menos, si uno mismo es un intelectual, un profesor, un investigador, un pensador profesional: si hacemos caso a Koyré, cada vez que decimos, con desprecio, “la gente esto” o “la gente lo otro”, estamos activando nuestro pensamiento totalitario, en el que nos desmarcamos de “las masas” incapaces de pensar por cuenta propia. Estamos separando dos bandos: los que pensamos y los que no.

            Incluso desde posiciones de izquierda, donde se da por supuesta una mirada compasiva y solidaria, nos descubrimos sintiendo desprecio por una parte seguramente mayoritaria de nuestros congéneres. ¿No es eso lo que las “masas” trumpistas detestan de los “liberales” que habitan esas torres de marfil en que se han convertido las universidades de postín? ¿No es en respuesta a ese desprecio por lo que se refugian a la sombra de los nuevos fascismos que halagan la ignorancia, la incultura, la vulgaridad?,  ¿lo que ha permitido que la extrema derecha haya conseguido que la idea de “élite” (es decir, de oligarquía) no se asocie a la riqueza, sino a la educación? La “antropología totalitaria” de Koyré define un pensamiento elitista del que debemos protegernos a nosotros mismos.

            Un consejo que trato de aplicarme yo mismo: no volver a decir nunca “la gente” y a continuación la tercera persona del verbo, sino utilizar en su lugar la primera persona del plural: “nosotros”. No digas: “La gente es muy manipulable”; di en su lugar: “Somos muy manipulables”. No digas: “La gente se traga cualquier cosa”, recuerda las circunstancias en que te has creído lo imposible y di: “Nos tragamos cualquier cosa”. No digas: “La gente no tiene memoria”; si de verdad lo crees, di: “No tenemos memoria”...

            De ese modo la misma verdad pasa del registro totalitario, en que no todos los hombres son iguales y algunos ni siquiera alcanzan la categoría de seres racionales, al registro democrático (o ácrata, como a mí me gusta más), en el que todos merecemos la misma confianza y, a la vez, la misma desconfianza. La crítica despectiva, cínica, estéril se convierte así en autocrítica compasiva, pero también legítima, incisiva y mordaz.

jueves, 26 de noviembre de 2020

La posesión de la vida

 


 


 

 

            

            La posesión de la vida es un título ambiguo: ¿es uno el que posee la vida (“mi vida”) o es la vida la que le posee sin remedio - a uno y a todos? “Este libro trata”, se dice no sin audacia, “de cómo modificar nuestro destino”. En realidad trata precisamente de ese territorio ambiguo, de que somos sujetos y objetos al mismo tiempo, de la lucha por ser sujetos y de la imposibilidad de dejar de ser objetos. Pero comprende, eso sí (y perdón por arruinar el final), la posibilidad de victoria en ese tira y afloja.

            El gran escritor taoísta Zhuangzi escribió: “La mente pequeña es analítica; la mente grande, sintética”. Ferrero ha hecho en este libro los dos viajes, rindiendo homenaje a la humildad, primero, y a la grandeza, después. Ha deshecho primero una madeja enmarañada de cabos sueltos para exponerla luego hebra a hebra sobre la página en blanco con una sintaxis tersa, sin nudos ni trabas, limpia. Es éste un libro que se devora. O mejor, que se bebe, porque devorar implica algo sólido que se mastica y este texto pasa con la fluidez de un buen elixir. En un autor como Ferrero, que asegura muy serio que no hay buena novela que no sea barroca, sorprende y admira ese pulso tan sereno. Da la impresión de que, fuera de la novela, ha encontrado una expresividad madura, ni precipitada ni morosa, un poco su propio clasicismo.

            También su contenido tiene esa naturaleza de destilado, de asunto pensado y madurado con paciencia. Ferrero ensambla un montón de piezas heterogéneas, lecturas de todas las coordenadas temporales y espaciales, pero lo hace sin que el lector lo note, como si las hubiese pulido para el ajuste. Esa síntesis deja regalos memorables, empezando por ese gran descubrimiento (iba a decir “invento”, pero yo me he convencido de su existencia) que es la “aconciencia”, tercera zona de nuestro psiquismo, la más extensa y superficial, “alerta como la conciencia y amoral como el subconsciente”: “Cuando un político piensa que hay que eliminar a este o aquel hombre, exterminar este o aquel pueblo, en presunto beneficio del bien común, se está colo­cando en la aconciencia.” Su denuncia de esta capa del yacimiento moral es también una denuncia de los Absolutos, esos designios que pretenden superponerse a la conciencia particular de cada uno como una coartada que la inhibe y desarticula.

            Todo el texto subraya el hecho fundamental de nuestra plasticidad. Los humanos somos arcilla que se moldea a sí misma. Somos nuestro propio dios creador o, mejor dicho, nuestra propia diosa creadora - puesto que es mujer la que nos da la vida. La imagen o el relato son los instrumentos de semejante conformación o, según se mire, deformación. Podría decirse que no existe una realidad con la que tengamos una relación directa: siempre estamos mediatizados por una celosía de palabras y representaciones.

            Para su prospección, Ferrero sigue dejándose iluminar por la sabiduría antigua y la mitología pagana. Recurre a su formación clásica para recuperar dos mitos bien conocidos pero de los que extrae, parece mentira, nuevas posibilidades: el libro es un mano a mano entre Narciso y Pigmalión. Si “narcisismo” es una afección bien conocida con efectos autodestructivos, debería llamarse “pigmalionismo” a nuestra manera de intervenir en los otros para adecuarlos a nuestros deseos, desde el simple e inocente hecho de imponer un nombre a un recién nacido, que se convierte en un destino con el que tendrá que apechar o contra el que tendrá que combatir el resto de su vida.

            Y porque Jesús Ferrero nunca elude el abismo que bordeamos todo el rato mientras vivimos, la última parte, titulada “Salidas del laberinto” está, contra pronóstico, sembrada de optimismo. Sin caer nunca en la ingenuidad, se subraya la capacidad de rectificar, de escapar a destinos indeseables, como si, gracias a esos instrumentos de alfarería psíquica, no hubiera más destino fatal que aquel al que uno se resigna inexplicablemente. El libro termina, así, con un brindis a la salud de un lector a quien se le han entregado las llaves del arcón de los secretos. ¿Tiene usted amigos atrapados en el laberinto? Corra a conseguirles un ejemplar de La posesión de la vida: aprenderán de un maestro y, al llegar al final, les verá usted esbozar una sonrisa.

 

 

Jesús Ferrero, La posesión de la vida, Siruela 2020

 

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domingo, 21 de febrero de 2016

Un referéndum por la dignidad

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Por una vez voy a emplear este tablón para invitar a sus lectores a firmar una propuesta. Un amigo está promoviendo la siguiente iniciativa, que podéis apoyar pinchando en el enlace de abajo:

La incorporación del Reino Unido (RU) a las Comunidades Europeas (1973) ha sido una fuente constante de dificultades para la integración de sus miembros y la construcción de la Unión Europea. Desde la altanera e insolidaria reclamación del “cheque británico” por Margaret Thatcher hasta el presente, el debate interno sobre la pertenencia del RU a la UE ha hecho trascender manifestaciones como la del diputado conservador euroescéptico Steve Baker: “Lo que hace el documento de la Comisión... es algo así como dar brillo a una mierda”. No pudiendo ser expresión oficial del Reino, juicios como éste dan el tono y sirven de respaldo a las constantes peticiones de excepcionalidad y privilegio. La posición del RU en los mercados financieros, que han estado detrás de ataques contra el euro o de la manipulación de los índices de referencia bancaria, hace paradójicamente a ese país beneficiario de un trato discriminatorio que contrasta con la humillación y abuso a que se somete a los países menos favorecidos, como se ha visto en el caso de Grecia, alimentando la desigualdad entre los europeos. La tolerancia con estas pretensiones sólo puede perjudicar a la UE en estos momentos de dificultades y a largo plazo. La negociación de una forma de permanencia que satisfaga a Londres no puede ser asunto exclusivo de los burócratas de Bruselas, comprometidos de antemano con la idea de esa permanencia en condiciones de privilegio. No sólo los británicos tienen derecho a decidir si siguen, o no, en la UE. Ha llegado el momento de que todos los ciudadanos de Europa participemos en esta decisión respondiendo en un referéndum a la pregunta: “¿Está usted a favor de aceptar un trato privilegiado para el RU a cambio de su permanencia en la UE?”

 https://secure.avaaz.org/es/petition/JeanClaude_Junker_Presidente_de_la_Comision_Europea_Solicita_un_Referendum_en_la_UE_sobre_la_permanencia_del_Reino_Unido/

martes, 1 de diciembre de 2015

Manolito toma el poder

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¿Se acuerdan de Manolito, el personaje de Quino? Era el “gallego”, o sea, el español de las tiras de Mafalda. Quino lo presentaba como un niño cabezón, con los pelos de cepillo, el más torpe de su clase y el más entusiasta de la economía mercantil. Su padre era tendero y Manolito tenía la prioridad absoluta del negocio metida hasta la médula. En una tira, Manolito avanza con un capazo de mimbre puesto a modo de casco sobre la cabeza y Mafalda le pregunta:
            - ¿Cómo es que no vas al jardín de infantes, Manolito?
            Y responde Manolito:
            - Porque soy más útil en el almacén de mi papá.
            Mafalda insiste:
            - ¿Y a la escuela tampoco piensas ir?
            Y Manolito responde muy ufano:
            - Ahí, sí, porque aprenderé aritmética. Será un gran progreso para el almacén de mi papá.
            El “Almacén de Don Manolo” y sus ventas es todo en lo que puede pensar el buen Manolito. Toda la maquinaria de su cerebro chapotea pesadamente hacia ese único objetivo: nada importa salvo el negocio familiar. En otra tira, la rubia Susanita, otra de las protagonistas de la serie, lo retrata con bendita sinceridad. Manolito está sentado en un bordillo y de pronto suelta un gran estornudo. "¡Resfriarme!", se dice, "¡Es lo único que me falta!" Susanita, que llega en ese momento por detrás sin que él lo haya advertido, apostilla al escucharlo:
            - Además de inteligencia, gracia, sensibilidad, ingenio, tacto, elegancia, habilidad, fineza, buen gusto, sensatez, imaginación, cultura, etcétera.
            Pues bien, ese personaje de Quino, Manolito -imagínense- se ha encarnado y ha tomado el poder. ¿Se lo imaginan?, ¿se imaginan a Manolito en el poder, dispuesto a convertir en ley su idea de las cosas? Pues lo ha hecho, nada menos que en la persona del Ministro de Educación de Japón, Hakubun Shimomura.
            El pasado mes de agosto, como bienvenida al nuevo curso, este personaje llevó hasta su culminación los planteamientos manolitanos: cursó una circular a los rectores de las Universidades públicas de Japón instándoles a que clausuraran las facultades y departamentos de Humanidades y Ciencias Sociales. El texto de la misiva, en perfecta langue-de-bois neoliberal, requiere a esas instituciones que den "pasos activos para suprimirlos o transformarlos en áreas que sirvan mejor a las necesidades de la sociedad". El texto hace eco a las declaraciones del primer ministro japonés, Shinzo Abe, quien había declarado el año pasado en un discurso ante la OCDE: "Antes que profundizar una investigación académica que es altamente teórica, propiciaremos una educación profesional de tipo más práctico que anticipe mejor las necesidades de la sociedad."
            La clave del discurso parece ser, pues, "las necesidades de la sociedad". Pero, ¿quién puede saber a ciencia cierta cuáles son? La mera suposición de que alguien conoce las "necesidades de la sociedad" se sostiene sobre asombrosas personificaciones (la de que la "sociedad" puede ser algo o alguien con necesidades particulares y que éstas pueden conocerse con precisión) y mistificaciones descaradas.
           Naturalmente, la primera de esas mistificaciones está basada en la sinécdoque porque toma una parte por el todo y, erigiendo la cabeza de Manolito en representación de la generalidad, confunde las necesidades de la sociedad con los intereses de las empresas y los negocios, descartando alegremente que el colectivo humano pueda tener ningún interés en la historia, el lenguaje, la filosofía, la literatura, el arte o, precisamente, el análisis sociológico. En realidad, al liquidar la sociología, esta ideología humanisticida pretende erradicar cualquier otra posible descripción de lo social que pueda discrepar con la muy raquítica que ella propone - y de paso poner en la calle cualquier voz crítica. Lo primero que hizo Pinochet después de su golpe de Estado fue cerrar las Facultades de Sociología.
            En último extremo, semejante argumento resulta propio de una ideología como la neoliberal en que la Economía ha sido hipostasiada y mitificada más allá de toda cordura y cuya bendita divinidad es inciensada por sacerdotes que se arrogan la interpretación correcta de sus deseos. No son pues las "necesidades de la sociedad", sino la servidumbre a las empresas a lo que se refiere Hakubuncito Shimomura, igual que Manolito no pierde oportunidad, ni siquiera cuando está enfermo y sus amigos vienen a hacerle una visita, para hacer propaganda del negocio de su papá.
            Shimomura es, pues, representante del poder de los negociantes y tenderos, que han conseguido un papel dominante en la interpretación de lo que es o no es sociedad y para qué sirve eso y que, en su insultante chulería, manifiestan sin disimulos el desprecio que les merece cualquiera de las asignaturas que se les daban fatal en la escuela, todas ellas conectadas con la cultura y el pensamiento.
            Aparte de eso, la pretensión que traduce su circular es de un cinismo mayúsculo: al convertir la Universidad en una maquinaria al servicio de los negocios y empresas, lo que se pretende es que sean los contribuyentes los que paguen los cursos de formación que estos requieren. La visión del sistema educativo superior de un Estado sin otras funciones que el manolitismo es el colofón de esta ideología que poco a poco ha ido sincerando su discurso conforme las tragaderas de la sociedad (esta vez sí) se han ido preparando para ello.
            Para aquellos que dedicamos nuestras vidas laborales al estudio y el desarrollo del conocimiento en Humanidades y Ciencias Sociales, las conclusiones son perentorias: ¡atención!, ya no se trata de rumores ni de globos-sonda. Estos no son cierres por crisis ni recortes por problemas de presupuesto ni medidas selectivas para mejorar la excelencia, las excusas habituales. Incluso los tibios estarán de acuerdo en que esto es algo a lo que no se había atrevido ninguna de las dictaduras de diverso signo conocidas a lo largo del siglo XX.
            La claridad con que el Manolito japonés ha hecho su propuesta (¡a la que han respondido positivamente 26 universidades!), la importancia relativa que tiene un país como Japón (¡qué trágico destino el suyo, como anodadada para mucho tiempo por dos bombas atómicas!) hacen que, por mucho que haya habido réplicas y respuestas (incluso la organización empresarial japonesa se ha desmarcado del despropósito), el asunto exija prepararse para una defensa numantina.
            Más aún, debemos pasar al contraataque y ese contraataque exige socavar y dinamitar el pensamiento neoliberal, nuestro enemigo declarado, en el que se basan este tipo de propuestas. A ese objetivo debemos dedicar nuestra inteligencia y nuestra formación si es que queremos devolver a la sociedad lo que de ella hemos recibido y garantizar para ella precisamente todas esas cosas que Susanita echa en falta en la cabeza de Manolito.

domingo, 13 de septiembre de 2015

Carta abierta a Manuela Carmena



Apreciada Sra. Carmena:
Me dirijo a usted como profesor de filología en la Universidad Complutense y uno de los muchos ciudadanos madrileños (aunque vivo en la sierra, trabajo en la ciudad, y no dejo de considerarme un vecino madrileño de la periferia) que sintieron una enorme alegría al verla acceder a la alcaldía de la capital, presumiendo que con usted llegaban también aires nuevos y más respirables. Quizá por eso mi desazón ha sido mayor al saber que ha ordenado usted colgar del edificio del consistorio un gran cartel en que se da la bienvenida a los refugiados…en inglés.
Permita que le pregunte, Sra. Alcaldesa: ¿a quién se dirige usted con esa bienvenida? ¿A esos refugiados? Siendo en su inmensa mayoría sirios e irakíes, ellos hablan distintas variedades del árabe: ¿no hubiera sido más lógico rotular el texto en esa lengua, si usted quería que de verdad sintiesen la bienvenida? No ignora usted sin duda que, con ese mismo mensaje público, se manifiesta usted en representación de los vecinos de la ciudad de la que es usted Alcaldesa, una población que se comunica, hasta el presente, en lengua castellana. Sin embargo, su cartel no está ni en árabe ni en castellano. Está en inglés, una lengua ajena para ambas comunidades. ¿A quién se dirige usted entonces, Sra. Carmena?, ¿a quién y en nombre de quién le da la bienvenida en inglés?
No me cabe ninguna duda de que usted sabe que las lenguas no son sólo medios de comunicación, sino que también poseen un valor simbólico. Las lenguas son símbolos de identidades colectivas. Y digo que no me cabe duda de que le consta porque, de hecho, usted ha elegido el inglés como idioma del texto a sabiendas de que muchos madrileños quedan excluidos de su comprensión directa, al igual que la mayoría de los refugiados, alfabetizados en caracteres árabes. En cambio, podría pensarse que, quienquiera que pueda entender “Refugees Welcome”, hubiera entendido “Refugiados, Bienvenidos”, aunque sólo fuera por su similitud formal y su función. No, el cartel no tiene en cuenta la comprensibilidad, sino, estrictamente, el valor simbólico.
Y, ¿qué puede simbolizar el uso de la lengua inglesa sobre la fachada del Ayuntamiento de la capital de España? Seguramente quien le ha aconsejado al respecto le habrá dicho que esa elección signfica “modernidad” y “globalización”. Permítame que, aprovechando para recordarle que ésas son dos consignas neoliberales, discrepe rotundamente con el consejo dado y con la decisión tomada.
Esa decisión ignora la lengua de quienes serán acogidos y desprecia la de quienes les darán acogida. El efecto simbólico de que una institución como el Ayuntamiento de Madrid relegue el castellano para manifestarse en una tercera lengua, una lengua sin ninguna oficialidad y ajena a todos los implicados, sólo puede ser el de subrayar la superioridad de ese idioma sobre el de la población concernida. Es decir, el uso de esa tercera lengua sólo puede llevar a pensar que lo que usted y yo hablamos entre nosotros es, en alguna medida, menos digno o menos adecuado. En cuanto a los refugiados, sirios o irakíes, sin necesidad de hurgar mucho en ello, ¿cree usted que se sentirán identificados con la lengua de Estados Unidos o Gran Bretaña?
Sra. Carmena, lo diré con crudeza: ese cartel tiene el mismo valor simbólico que el de la bandera de una potencia ocupante. Es, pues, un insulto, una ofensa tanto para la población de Madrid (y de todo el Estado, en tanto que Madrid es su capital) como para la población de refugiados a la que se pretende dar la bienvenida.
La política lingüística existe, Sra. Alcaldesa. Quien le ha aconsejado colocar ese cartel en esa lengua se lo ha aconsejado en nombre de una determinada política – que es, tristemente, la misma que la de consistorios anteriores y, a mi juicio, del todo equivocada.
Permítame algunas preguntas más: ¿cuál es el compromiso de Madrid con la lengua castellana? ¿Cuál es su compromiso personal? ¿Duda usted de que, si ese cartel se hubiese desplegado en Barcelona o Bilbao, no estaría redactado en catalán o euskera, respectivamente? Y, ¿qué conclusión saca usted de eso? ¿Qué son provincianos y catetos? No, Sra. Carmena: no son más provincianos que otros, sino que están comprometidos con la defensa de sus respectivas lenguas, una defensa que pasa por su visibilidad pública prioritaria. Lo provinciano, lo cateto, es utilizar el inglés: eso equivale a declararse expresamente provincia del imperio.
Permítame también que, aprovechando esta circunstancia, me extienda sobre esta cuestión, que yo esperaba ver cambiar con su llegada al consistorio. Madrid debe expresarse en castellano, en primer lugar, y orgullosamente en castellano – una de las lenguas oficiales en la ONU y de las más universales, con más hablantes nativos aún que el inglés. En segundo lugar, y en tanto que capital de un Estado plurilingüe, Madrid debería dar visibilidad a esas otras lenguas oficiales en el Estado.
Seguramente no habría tantos catalanes deseando independizarse del país si la capital reconociese que la lengua materna de esos ciudadanos también tiene un lugar en ella. Sra. Carmena: los lugares públicos de Madrid deberían estar rotulados, además de en castellano, en catalán, euskera y gallego – precisamente porque las lenguas tienen un valor simbólico y político. Cuando llega al aeropuerto de Barajas, un hablante de catalán, vascuence o gallego, debería sentir que llega a casa y encontrar los carteles redactados en su lengua, no porque no entienda el castellano (en general, en esa cartelería la iconografía suple con creces la necesidad de usar cualquier idioma), sino porque es un acto de cortesía elemental. Con ese guiño, les reconocemos. De nuevo, el uso de las lenguas es político y no comunicativo. No entender esto, o entenderlo sólo para ponerse de rodillas ante el inglés, es un fracaso y una humillación para quienes esperamos desesperadamente que alguien, por fin, comprenda algo.
La política lingüística es parte de la Política, con mayúscula. Por favor, Sra. Carmena, revise seriamente la política lingüística del Ayuntamiento de Madrid. Para esa tarea, me pongo encantado a su disposición.

jueves, 3 de septiembre de 2015

La inocencia ahogada

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Había decidido no volver a escribir Por lo bajini. Y lo había decidido porque, primero en la forma de una sensación incómoda que se confundía con la batalla por el estilo, después con una acidez cada vez mayor, con esa agitación que trae el ardor del estómago y que no deja que encuentres postura definitiva, fui dándome cuenta de que me censuraba. No encontraba palabra definitiva porque no me atrevía a publicar la que me lo parecía. Eso, pensaba, era el colmo de los colmos: me publicaba a mí mismo para no tener que dar cuentas a nadie, para no tener que ceder a las condiciones de ningún editor ajeno - y me censuraba yo solo. No decía lo que verdaderamente quería decir ni de la manera que debía decirlo. Tenía miedo. Había cosas, sentía, que podrían traerme a la policía a la puerta de casa. En esas condiciones, para no decir exactamente todo lo que y como pensaba, no merecía la pena escribir.
No es fácil admitir que uno se autocensura. Antes de reconocer que me tachaba a mí mismo las palabras llegué a elaborar una teoría según la cual todo estaba ya a la vista: ya no había nada que añadir, puesto que nada se ocultaba ya a quien quisiera ver (y quien no veía ya no vería nunca, no le haría ver toda la prosa del mundo, porque no estaba dispuesto a abrir los ojos). Mi escritura (casi casi la escritura entera) se había vuelto innecesaria. Eso, sin embargo, no debía parecerles del todo exacto, suficiente o consolador a quienes manejan las páginas del BOE, que siguieron trabajando para darme la razón. Finalmente, la Ley Mordaza remachaba mi ataúd como articulista de por libre. Esa ley está hecha para gente como yo. Si digo lo que pienso sobre esa ley, sobre sus perpetradores y sobre la respuesta que debe darse a esa ley y a sus perpetradores, mañana estaría en un calabozo. Como veis, no lo digo. Vivo en un mundo sin libertad de expresión, eso es todo. Espero que decir que tengo miedo sea aún tolerable y no perseguible.
Había, pues, decidido callarme para actuar de otro modo, un modo que no dejara pistas ni huellas que pudieran llevar a los sabuesos hasta mi puerta, por pura cobardía. O a lo mejor, vamos a ser sinceros, para no actuar de ninguna manera. Pero ahora, a la vista de esa fotografía de un niño escupido por el mar sobre una playa turca, he sentido la necesidad de volver a decir algo, aunque sea, perdonadme, de forma alegórica, eufemística, autocensurada.
La más irónica, hiriente y repulsiva de las circunstancias acompañantes de este mundo neoliberal, este mundo al que se le llena la boca mascullando la palabra “libertad” y que tumbó el Muro de Berlín y Telón de Acero, es que se ha hecho especialista en levantar muros, telones y vallas para impedir la más básica e inalienable de las libertades: la libertad de movimiento. Países como Hungría, que sufrió especialmente el Telón, que intentó reiteradamente horadarlo y que fue la primera en hacerle un boquete adonde corrían los ciudadanos de la Alemania del Este para huir a “Occidente”, a la “libertad” - países como Hungría forman hoy el paradigma de la “firmeza” contra quienes, sin más, quieren ir libremente de un lugar a otro: alambradas, muros, policía o, lo más insólito en el paraíso capitalista, la prohibición de subir a un tren a ciudadanos con billete.
Los refugiados huyen de las armas europeas y norteamericanas, de regiones devastadas por guerras cuyos detonantes o azuzadores (y me amparo detrás de El Roto para decir esto, puesto que él ha dibujado lo mismo - él y nadie más en los medios de comunicación de rigor) han sido los mismos gobiernos “occidentales” que ahora se llevan las manos a la cabeza ante la desbandada.
Pero no son sólo las guerras (es decir, la manifestación última y más radical del sacrosanto concepto de competitividad, la continuación de la competitividad por otros medios) las que empujan hoy y seguirán empujando a la gente a abandonar sus tierras en busca de seguridad y recursos para vivir. En guerra y en paz, se trata de todo un sistema cuyo axioma fundamental consiste en que la economía es (y así debe ser) una manta que no da para cubrirnos a todos, una cobija con la que, si el mundo se tapa los pies, se destapa la barriga, o viceversa. Su complemento fundamental, indispensable, sin el cual todo lo demás carece de sentido, es la imposibilidad de huir de la intemperie buscando refugio allí donde sí cubre.
La foto de ese niño escupido por el mar sobre la playa es la foto de nuestro sistema económico e ideológico: es la foto de los pies doblándose malamente, contorsionándose hacia la barriga llena y tapada. Es también la foto del “sentido común” de nuestros gobernantes y el de esa minoría mayoritaria, de ese largo tercio de nosotros mismos que volverá a apoyar el poder de los lacayos del poder, que volverá a apoyar nuestro cachito de ventaja competitiva. La foto de la inocencia ahogada en el mar es nuestra foto, no hace falta que busquemos otra.

martes, 15 de julio de 2014

Fútbol y bombas

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Permitidme que, por una vez, me cite a mí mismo: "El mes de junio de 1982 puso a prueba el orgullo de los argentinos. En Barcelona, en el partido que inauguraba el campeonato mundial de fútbol, su selección nacional perdió cero a uno contra la de Bélgica. De nada sirvió frente a los defensas europeos la presencia en el terreno de juego de Diego Armando Maradona, su grandísimo genio. Al día siguiente, el general Mario Menéndez (quien se había ganado el ascenso reprimiendo sin piedad a la guerrilla urbana de Tucumán) se rendía al ejército británico en las islas Malvinas desoyendo las órdenes de su jefe, el general Galtieri, que le exigía resistir a toda costa. A la misma hora en que los mimados futbolistas jugaban a la pelota al calor del Mediterráneo, sus compañeros de quinta se desangraban en las trincheras heladas del Atlántico Sur. Entre el desastre y el absurdo, a sus compatriotas quizá les quedase el consuelo de saber que ese día señalaba también el principio del fin de su siniestra dictadura. Mientras el mundo veía a Argentina perder su partido, la aviación israelí bombardeaba a la población de Beirut sin respetar siquiera a los que estaban ingresados en los hospitales. O quizá mejor sería decir que, mientras la aviación israelí bombardeaba a la población de Beirut sin respetar siquiera a los que estaban ingresados en los hospitales, el mundo veía a Argentina perder su partido."
            El pasaje anterior es inédito. Forma parte de un libro en el que estoy trabajando hace algún tiempo. La cita no tiene otro propósito que demostrar el carácter reiterado y por tanto programado de las agresiones israelíes. Lo mismo que en 1982 sucedió en 2006, cuando Israel lanzó una guerra contra el Líbano de la que salió escocido, coincidiendo con el campeonato del mundo de fútbol de Alemania. Al revés que las antiguas Olimpiadas, que suponían una tregua a la guerra, la inauguración de los campeonatos de fútbol dan la señal a Israel para recrudecer sus agresiones. Y una vez que uno advierte esto, se pregunta: ¿cómo es posible que se sigan celebrando Mundiales como si tal cosa, a pesar de que se sabe que actúan como cobertura de los instintos asesinos del sionismo? Y también, ¿cómo es posible que la FIFA no denuncie esa política de Israel, aunque sólo sea para librarse de la acusación de tapadera consciente de sus crímenes? O, ¿cómo es posible que, sabiendo que todos sabemos esto, no expulse a Israel de la organización? Etc, etc, etc. Y donde digo "FIFA" digo "ONU" y digo cualquier gobierno "democrático" de la "comunidad internacional". Todos ellos carecen de legitimidad como resultado (sobre todas las cosas) de su silencio al respecto.
            No, no es casualidad que las generosas contribuciones israelíes al sufrimiento de este mundo coincidan con campeonatos mundiales de fútbol u otros fenómenos de alelamiento colectivo. Las navidades 2008-9, mientras los países cristianos se dedicaban a cantar villancicos y asar pavos, fueron testigo de uno de los más crueles ataques contra la franja de Gaza. Eso desnuda a las aparentes razones -los adolescentes asesinados, los cohetes de Hamás- de toda su apariencia. Ni siquiera vale la excusa de que son Netanyahu y sus gobiernos de extrema derecha los responsables de este tipo de iniquidades. Aprovechar los acontecimientos en los que la conciencia pública occidental está abducida es un patrón habitual de conducta de las autoridades israelíes mucho antes de Netanyahu.
            Y ahora sólo quiero añadir: estoy hasta las narices de escuchar a los sermoneros que nos hablan del doloroso "conflicto" y de la necesidad de llamar a las partes a la paz. No, no necesitamos paz. Necesitamos justicia. Las partes no son Israel y los palestinos: las dos partes son Israel y la humanidad. Palestina necesita justicia y la humanidad entera necesita justicia. Sin ella, "paz" no es más que una palabra prostituida para denominar al período entre campeonato y campeonato, o sea, entre bombardeo y bombardeo.